El temor está de moda. En paredes, a ras de tierra, en el aire, por la radio y en los teles. En las conversaciones, en los textos, en los pasillos del trabajo, en las aceras de las ciudades. Lo vemos en las miradas del transeúnte que se cruza con nosotros, del conductor en la fila ante el semáforo, del ansioso guardia de seguridad que revisa nuestros bolsos y mochilas en la entrada del banco.
En los noticieros que rezuman sangre, en las filosas serpientes metálicas sobre los muros de las casas, en las cámaras de circuito cerrado que vigilan cada una de nuestras anónimas actuaciones sobre un tablado improvisado, en el que estudiamos las máscaras de los demás del mismo modo en que un desconocido -desde un cuarto lleno de monitores- escudriña movimientos para descubrir aviesas intenciones.
El temor vende. Municiones, pistolas, blindaje, alarmas, candados, espráis, asesoría y compañía experta, chips para ubicación satelital, información, seguros de vida y planes de servicios fúnebres. Quienes temen, compran.
En medio de gestos de aprobación mediática, alcaldes olvidan formalismos legales y declaran 'toques de queda' y vecinos instalan retenes en accesos a barrios y colonias. Desde la oscuridad o a plena luz del día, 'vengadores' aplican 'la ley de la selva', imponiendo justicia por mano propia. La gente habla de irse del país, a donde sea.
(Es de noche y mientras escribo, escucho una ráfaga a lo lejos. ¿Serán disparos al aire, contra un vehículo o contra personas? Una amiga me dijo recientemente que puede distinguirse por el sonido. Hace cuatro meses, cinco detonaciones cercanas interrumpieron la quietud de mi descanso nocturno del sábado y, efectivamente, 'sonaron distinto'. Minutos después, abrí cautelosamente el portón. En un zaguán, al otro lado de la calle, yacía sin vida un joven desconocido. Tres horas más tarde, policías, fiscales y forenses habían retirado sus restos. No supimos quién era ni quién lo mató. Nunca se sabrá).
El temor ha invadido nuestras relaciones y encuentros amistosos. La última anécdota es casi siempre una historia de asalto -propia, ajena- o sobre una muerte violenta próxima o distante, sin reparar si se encuentran cerca niños o personas fácilmente impresionables. El temor domina.
Pero el temor también harta. Llega un momento en que cansa vivir así, huyendo de nuestra propia sombra y desconfiando de todos. 'Como presos en nuestros hogares, pero con la llave para entrar y salir', como dice mi compañera de desvelos. Y entonces comienza uno a preguntarse si este presente es el que desearon nuestras madres y padres, si es el futuro que queremos para nuestros hijos e hijas; se llega a la conclusión de que el temor también tiene un enorme poder movilizador, ese que confiesan haber experimentado valientes héroes antes de sus admirables hazañas.
Nuestra sociedad se encuentra en una coyuntura histórica, en la que ese temor puede impulsar a huir, a escondernos bien como medida paliativa o a tomar decisiones valientes que van a la raíz del problema.
Tenemos opciones.