Opinión

El olor de los impuestos

Antes de que la puerta de su despacho fuese abierta, Vespasiano, emperador de Roma, supo que aquellos airados pasos eran de su hijo. 'Viene por el impuesto', pensó.

'-¿Sabeis el costo político de vuestro último impuesto?' -preguntó Tito-. '¿No arriesgáis el poder? Habéis gravado cuanto se puede ver, y ahora, ¡un impuesto al pipí de la gente!... eso ya es excesivo. Ese impuesto apesta'.

'-Es un cobro por el uso de los urinarios públicos, no impuesto al pipí de la gente, mi querido general' -contestó Vespasiano, en tono paternal e irónico-. 'Roma se hunde en el malgasto crónico… No hay dinero ni para pagar a las tropas. El Imperio podría caer. ¡Pero no mientras yo sea el emperador!'

Tomó un puñado de monedas y lo acercó a la nariz de Tito. -'Este dinero viene del impuesto que os irrita. ¿Sentís algún olor?', preguntó. -'Bueno, olor, pues no…, pero…' -vaciló el hijo-. -'Pecunia non odoret' (el dinero no huele), tronó esta vez Vespasiano. Y aumentó los impuestos a los ricos, recuperó y subastó tierras públicas usurpadas por oligarcas y senadores, vendió propiedades reales, redujo los gastos y la burocracia, eliminó un enorme déficit fiscal.

Nunca Vespasiano ha sido juzgado por su voracidad tributaria, sino por el uso productivo de los impuestos, por abatir el déficit, por la frugalidad de sus gastos personales.

Cuando pensamos en impuestos, los contribuyentes sentimos las manos del gobierno hurgando en nuestros bolsillos. Sin embargo, por arbitrarios que sean, esperamos que al menos se haga alguna obra con el fruto de nuestro trabajo.

Hace muchos años, un alto funcionario, entonces ya retirado del Banco Central, me dijo que, en Honduras, evadir los impuestos es cuestión de honor. La frase es cínica e injustificable, pero también comprensible.

Los pretextos para cargas frecuentes, arbitrarias y empobrecedoras, son tristemente infantiles. El descaro no tiene más respaldo que la fuerza coercitiva de los gobiernos.

¿Cómo no exasperarse cuando, en momentos en que la nación lucha por sobrevivir, ante el peor enemigo que jamás tuvo, aparecen los contratos y los negocios públicos más ruinosos?

¿Cómo entender que el gobierno y el Congreso nos piden apoyo en la lucha contra el crimen organizado -hijo de la corrupción-, apoyo en el que se arriesga la vida, cuando al mismo tiempo aprueban un contrato para compra de energía sucia, objetado por líderes del partido de gobierno, por diputados que vacilaban entre la decepción y la impotencia, por la empresa privada, por la prensa, por las iglesias, por la opinión pública?

¿Cómo no sentir la soberbia del poder y el desprecio por nuestra inteligencia, cuando el Congreso recibió de la ENEE el apodo de 'glorioso' por haberle aprobado unos gastos millonarios cuya justificación parecía dirigida a niños de escuela?

Ni la arrogancia del poder ni la ambición desmedida ni el desprecio por la opinión ajena contribuyen a nuestra defensa en esta hora crítica, cuando, entre los escombros de la institucionalidad, estamos perdiendo el país.

El repudio unánime ante el asesinato de dos jóvenes universitarios por la Policía, y las medidas que ha arrancado a las autoridades, ha demostrado que la opinión pública es una fuerza real, que no espera más que liderazgos legítimos para hacer su parte, por convicción, más que por desesperación.

Pero que no esperen los poderes del Estado y los líderes políticos que la sociedad asuma riesgos y sacrificios en medio de la lluvia de escándalos y desatinos que han marcado la vida del país en los últimos gobiernos.

Vivimos una extraña paradoja: para lograr nuestro respaldo, los poderes públicos y los políticos no necesitan las costosas campañas publicitarias con que pretenden justificar impuestos mañosos, contratos oscuros, compras sin licitación.

Pero la población exige a cambio, nada menos que para su seguridad y su progreso, enmendar errores y hablar menos. Es evidente que la solución de esa paradoja, en la que va la vida de Honduras, se encuentra al final de un largo camino de rectificaciones. Dos años bastarían, al menos, para comenzar a emprenderlo. Aún hay tiempo.

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