Los crecientes niveles de frustración y alineación de nuestros compatriotas explican las cotidianas manifestaciones violentas como forma expedita de solventar agravios -reales o imaginados-, con resultados trágicos, con saldo de muertos o lesionados.
La acumulación de conflictos y presiones personales no encuentra válvulas de escape, excepto insertarse en la espiral y el laberinto de la violencia, que lejos de ser una solución provoca el agravamiento de la existencia, la propia y la ajena. Se trata de imponer nuestros puntos de vista sin escuchar los ajenos, por tanto, el diálogo se convierte en monólogo de acusaciones y recriminaciones.
Repasando nuestro pretérito se concluye que hemos sido y seguimos siendo una nación con altos grados de violencia, desde el inicio de nuestra vida republicana.
Si durante la etapa colonial se aplicó violencia física y económica en contra de nuestros ancestros indígenas, en el periodo independiente se continuó, bajo distintas modalidades, ejerciendo opresión hacia los desheredados, aborígenes y mestizos. Las guerras civiles fueron un medio expedito por el cual las élites políticas accedían al poder, utilizando como carne de cañón a los de abajo, que combatían y mataban desconociendo verdaderamente por qué regaban los campos con sangre de hermanos. Sobresale, si cabe el término, la acaecida en 1924 por el número de víctimas perpetrado.
El Estado, con la venta del monopolio del aguardiente como fuente importante de ingresos fiscales, fue responsable de alcoholizar a pobladores, en áreas urbanas y rurales, durante muchas décadas.
El exterminio por medio de masacres ha sido y continúa siendo otra modalidad en el ejercicio de la violencia. ¿Cómo reducir los elevados niveles de violencia? Se requiere de masivos programas de salud mental, de redescubir nuestras fallas, individuales y colectivas. El permanecer indiferentes e impávidos conducirá a más escaladas de tragedias.