Entristecen las informaciones documentadas que nos dan a conocer que Honduras sigue registrando altos índices de violencia y que a pesar de los esfuerzos que se vienen haciendo, el país sigue siendo el más violento de Centroamérica, con una tasa de criminalidad de 38.2% por cada 100,000 habitantes.
El ministro de Seguridad, Gustavo Sánchez, dice que en la actual administración hay una baja sostenida de la tasa de homicidios de cuatro puntos, producto de las estrategias implementadas para enfrentar la ola de criminalidad que golpea a la población.
Puntos más, puntos menos, lo cierto es que la violencia homicida continúa hoy siendo una de las principales cargas de la sociedad y que su impacto sigue siendo devastador en el quehacer diario de la sociedad.
Aunque no se cuenten con estadísticas concretas, lo cierto es que el impacto de este tipo de violencias es devastador tanto para las familias de las víctimas como para las comunidades en las que se registran los eventos violentos; el impacto en el sistema sanitario que deben destinar más presupuestos para atender estas incidencias. Este tipo de violencia también desalienta las inversiones extranjeras y nacionales, empuja la migración forzada, principalmente de jóvenes, a otros países del continente y del mundo, y ha hecho crecer el desplazamiento interno de centenares de personas.
Esta pequeña reseña de las consecuencias de la violencia nos vuelve a poner sobre la mesa un tema que es ampliamente conocido y debatido en todas las instancias de la sociedad y los gobiernos de turno, pero que, por igual, nos deja como conclusión que lo que se ha hecho y se está haciendo en materia de seguridad todavía no es suficiente. Es solo un recordatorio de que el camino que hay que recorrer para revertir las cifras de la violencia es todavía bastante largo y que se requieren acciones más contundentes para mantener y restablecer la paz interna, la tranquilidad, el orden público, la seguridad y, fundamentalmente, el respeto de los derechos humanos, el derecho a la vida.