Opinión

Desechados héroes

En “Memorias de un Sampedrano” (1979) Gonzalo “Chalo” Luque cuenta que San Pedro Sula fue azotada dos veces por la fiebre amarilla (1892, 1905) y que en la última “quedó casi desierta, siendo ese tiempo cuando murió (…) el Dr. Leonardo Martínez”, con cuyo nombre, y por su noble odisea hipocrática, bautizaron luego al Hospital del Norte.

“Fue tan grande el número de muertos”, reseña Luque, “que no había tiempo de hacer ataúdes y los enterraban envueltos en sábanas o petates”, enviándolos en carreta al cementerio.

Prosigue: “Hubo un médico héroe durante esa fiebre (…) y fue el Dr. S. M. Waller” que combatió dicha enfermedad hasta el final y quien “fue muy humanitario; si el enfermo no tenía para pagarle en el momento, no era obstáculo para examinarle y recetarle (…) era el único médico que curaba a mordidos de culebra, pues tenía un vivero de esos animalitos en su casa (…) en su clínica siempre había campesinos mordidos de culebra. Waller vino a San Pedro muy joven e hizo de Honduras su segunda patria y jamás pensó en regresar a vivir a Estados Unidos, siendo por muchos años director del Hospital del Norte”.

El distinguido Dr. José Antonio Peraza refiere en sus poco conocidas memorias “Cincuenta años en la vida de un médico” (1979), que el patronato del Hospital del Norte nombró como facultativo interno al Dr. Alonso Suazo Meza, “joven egresado de nuestra universidad con gran prestigio. Había casado con enfermera mexicana que trabajaba en el Hospital San Felipe, de Tegucigalpa”.

Desafortunadamente ella desequilibró su personalidad psíquica y hubo que llevarla a su país. “El doctor Suazo la acompañó, pero cuando estuvo de regreso su razón empezó a fallar hasta inutilizarlo completamente.

La familia lo trasladó en avión a San Salvador, donde estuvo buen tiempo hasta que falleció”. En honor suyo el único y dotado centro sampedrano de salud, el barrio “General José María Medina”, lleva su nombre.

También en 1934 ––un mundo sin antibióticos ni sulfamidas, cita Peraza–– el caballeroso y brillante cirujano Cornelio Moncada Córdova, graduado en Marburgo, Alemania, y por entonces delegado de Sanidad, se infectó tras extirpar un ántrax de nuca y desarrolló septicemia estafilocócica “que no hubo medio para salvarlo y le arrebató la vida en menos de una semana”. Otro héroe desechado de las memorias histórica y popular.

Durante la epidemia de 1905, agrega Luque, hubo brujos que curaban la fiebre amarilla en barrio El Benque, entre ellos Rafael Reyna y el viejito Escotillo, así como Carlos “Cusuco” Growle (¿alemán?), “quien sin conocer al transmisor andaba secando charcos y aguas estancadas con gas y keroseno”. Muchos de estos descansan, a veces sin lápida, en el antiguo camposanto urbano.

Cuando esas tendaladas el negro Chale Vilay estaba encargado de conducir fallecidos al cementerio, y lo hacía en grupos de cinco a ocho cadáveres.

Tañía una campana para anunciarse y que tuvieran listo el cuerpo, pero “no esperaba que el enfermo terminara de fallecer y decía a los dolientes que acabara de morir en la carreta. Y contaban que un enfermo, al darse cuenta que lo llevaban a enterrar, al pasar bajo un árbol de madre-cacao se agarró de una rama y se colgó y allí fue la sorpresa de Chale Vilay al ver que le faltaba uno de los que contó cuando salió del pueblo”…

La anécdota cómica oculta al componente mayor, que es el voluntariado de este ciudadano moreno, quien arriesga la vida para auxiliar al prójimo: noble modelo solidario, virtud cívica que perdimos desde la república, don que nos arrebató lo moderno y que es principio puro de convivencia social: querer al Otro y entregarle nuestro esfuerzo en tanto parte de nuestra propia individualidad.

Invocarlos es honrarlos, para que vuelva a nosotros la memoria de los grandes hombres que hicieron civilizada a la sociedad.

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