El poema es de Teresa de Jesús, que nostálgica suspira: “Ven, muerte, tan escondida que no te sienta venir, porque el placer del morir no me torne a dar la vida”, pero en verdad lo copió de un gran maestro de cien años atrás, el comendador valenciano Juan Escrivá, quien redactó: “Ven, muerte, tan escondida que no te sienta conmigo, porque el gozo de contigo no me torne a dar la vida”, encerrando esa bella idea prerrenacentista (s. XIV) cierta esplendorosa visión de mundo donde el hombre acepta su caducidad y temporalidad, los pasos del tiempo que configuran lo que para los sencillos es fatalidad (muerte) y para los gnósticos feliz y espiritual liberación. Por carne o dioses estamos confinados a morir y desaparecer de esta abstrusa realidad, pero quizás haya otra(s) más…
Habito la séptima grada de la edad y me quedan, con suerte, quince años de vida productiva; por ahora todo marcha bien. Viendo hacia atrás encuentro que hay situaciones por las que rendí perdón y otras en que el gozo gozado ––lo bailado–– nadie me lo quita. Mayormente en la música, que es mi constante satisfacción, esplendoroso brillo, provocación y destello, vibra sensorial: al universo lo comunican ondas moduladas que no son sino transmisiones etéreas de alguna fórmula de cadencia que, sin tal variedad, cruzarían el cosmos rumbo a nada.
La primera canción que moduló mi torpe boca fue “Rondalla”. “En esta noche clara, de inquietos luceros, lo que yo te quiero, te vengo a decir”, y más delante “La Múcura” (porrón, en Colombia) que “está en el suelo, mamá no puedo con ella…”. La que me abrió iniciales astillas de malicia fue otra sudamericana, que cantaba “la tapó, se la tapó, Felipe Blanco se la tapó” y yo quedaba preguntando ¿qué es lo que la tapó (la, a ella)?, en tanto que un originalísimo asomo de modernismo orquestal vino a pluviarme la memoria con “El hombre del brazo de oro”, que fue cuando abandoné los gustos, desde mis padres educados, por Infante y Negrete, luego Avitia y Alfredo Jiménez. Era 1960 y entraba el merengue, arribaba con hormónica pubertad y se daban en la urbe ciertos aquelarres (por la masividad que asistía, de todas clases y edades, Hándales y Garcías) al edificio municipal sampedrano, que quien no los recuerde es que no vivió la más heroica etapa de banalidad costeña, la rítmica superficialidad aquella cuando descendíamos tan bajo y perverso que bailábamos con nuestras propias hermanas, colmo de gozos melódicos, de la hez danzante y el rijio social.
Cierta Navidad, Jorge Sikaffy, dueño de La Voz de Centroamérica, quien morirá en otras memorias, pero no en la del infante que fui yo, contrariando la expectancia campeña de su comunidad abrió la radio a un majestuoso concierto de música clásica grabado en BBC (innecesario decir que de Londres) y sentí que la lluvia ardía (violines), el granizo quemaba (timbales) y las olas marinas soplaban arpas al horizonte. Fue la más severa impresión estética que mi cerebro registrara a los 16 años y que me marcó para siempre y para nunca. Para que se vea cómo un destello de educación puede dar saltos, sembrar para eterno en la conciencia juvenil lo que ni él sabe que le florece desde temprano, y de pronto, en los jardines de la inteligencia y la imaginación.
Mi aventura vital con la música es inagotable, extensamente narrable. Valga decir, mientras volvemos al tema otro día, que no existe otro arte que tranquilice a las fieras o seduzca así a las altas inteligencias. La música ha de ser el último y fugaz aroma divino que cruzó la tierra, esencia y poderoso equilibrio armónico del cosmos. Sin su elan ni existiríamos.