Recorrí largos tramos de mi juventud escuchando que este era un pueblo haragán y cobarde, habiendo sin embargo detrás cierta esperanza de que en un futuro se alzara y produjera el holocausto social que remendara todo. “El día que la gente se levante” predecía mi padre pero no vio que, por ejemplo, la huelga obrera de 1954 era ya una sublevación, como cientos de otras que habían ocurrido atrás.
La óptica era que un día la voluntad conjunta popular iba a explotar y corregir, a fuego y sangre incluso, los defectos de la patria, dejándola maquillada, bonita y amada, ojalá perfecta, desconociendo que no es así, o en muy escasas circunstancias (ejemplos las revoluciones francesa y rusa), sino que las naciones son humanitarias y cautas y van mejor poco a poco tallando el perfil de país que quieren, tornando suave la tuerca cada día, cada hora, teniendo la paciencia de la virgen o un santo patrón.
Del documentado historiador costarricense Carlos Meléndez Chaverri acaba de reeditar la Academia de la Lengua de Nicaragua su hermoso ensayo “Poblaciones fundadas en la América Central durante el siglo XVI” (Revista Istmania, 02-2023), donde entre líneas brota una maravillosa información, la de la prolongada resistencia que los pueblos originarios opusieron por siglos a la imperial presencia dominante española.
En el caso específico de Honduras cuenta don Carlos cómo Andrés de Cereceda fundó en el valle de Sula la Villa de Buena Esperanza (curso abajo de río Ulúa, 1535) que debió luego trasladar al actual San Pedro por la hostilidad de sus “indios chontales”. “Santa María de Comayagua” relata el autor “fue poblada por el capitán Alonso de Cáceres, lugarteniente de Francisco de Montejo, en 1537. Por rebelión de los indígenas de Honduras la villa fue desamparada en 1539, trasladándose sus vecinos a Tencoa, hasta que Montejo la fundó de nuevo con 35 vecinos”.
De Choluteca reconoce su fiera naturaleza: “Fundada en 1540, quizás el 8 de Diciembre se dio la primera misa en ella. López de Velasco escribe ‘Fundó este pueblo un caballero de Jerez que se llamaba Cristóbal de la Cueva, por mandato de don Pedro de Alvarado, y llamóle Xerez de la Frontera por ser él natural de esa ciudad de España, y dícese de la Choluteca por estar junto a un río muy furioso de este nombre’. En 1544 tendría unos 15 vecinos”.
“Fundada por Luis de Moscoso una villa con el nombre de San Miguel de la Frontera, fue agregada en 1532 al Obispado de Honduras. Por problemas con los indios estuvo despoblada entre 1534 y 1535. Cristóbal de la Cueva la repobló en 1535 afirmando de este modo su control por Guatemala (Honduras pretendía que se hallaba en su jurisdicción).
En 1547 tenía siete u ocho vecinos, los demás estaban en lucha con los indios rebelados en las vecindades”.Y así -a pesar de quienes desearían borrarla de la memoria colectiva, donde está incrustada- podría proseguirse la apología de la resistencia “hondureña” a la invasión de fuerzas externas en su territorio y a la opresión interna, desde prácticamente el descubrimiento hasta 2009, cuando el rompimiento constitucional sembró ira en los ciudadanos y se escenificó en las calles, por casi noventa días, la más vigorosa de las rebeliones, para ejemplo heroico de la humanidad.