Columnistas

No soy de quienes esperan las fiestas de fin de año con explosiva alegría. Me incomoda, en particular, el estruendo de los fuegos artificiales, el pandemónium que cerca a casi toda la sociedad y que en el país lo único nuevo sea el número del año; sí me complacen los sentimientos de alegría y solidaridad que despierta.

Esta celebración no es nueva. En Irak, antigua Babilonia, hace unos 4,000 años la celebraban en marzo para despedir el invierno y recibir la primavera. A partir del año 47 a. C., el emperador Julio César comenzó a corregir el calendario e hizo que la celebración coincidiera con el 1 de enero, fecha de la toma de posesión de los cónsules, decisión que me recuerda la obligada renuncia que presentan los funcionarios en esta fecha para que el mandatario decida su suerte, cuando, si no funcionan, la decisión no debería esperar un momento específico.

Otra arraigada práctica que persiste de estas fiestas paganas son los propósitos de año nuevo. Hacemos una cargada lista de resoluciones que aunque tengamos años arrastrándola, creemos que esta vez sí lo vamos a lograr.

Hacer ejercicio, bajar de peso, reunirse más con sus familias y amigos, hacer cosas nuevas, ser más organizado, dejar de beber, ahorrar, son entre otros los principales propósitos, pero al igual que el superávit de leyes que tenemos, se quedan en buenas intenciones. Los diversos estudios confirman que un poco más del 50%, cree en el éxito de sus promesas de fin de año, pero solo entre 10% y 12% lo alcanzan total o parcialmente.

Además de las ilusiones personales, cada año, soñamos también con una Honduras diferente. La ciudadanía, que ha entregado sus esperanzas a la clase política con un cheque en blanco, sueña con cambios, con trabajos, salarios, viviendas, y educación digna, con mayores estadios de justicia e igualdad de oportunidades para todas y todos, sin excepciones, pero ¿qué se ha recibido a cambio?

Como cada período electoral, soñamos con el borrón y cuenta nueva, con muchas ilusiones, pero sin definir compromisos, qué hacer y cómo lograrlo. Y eso es como creer que vamos a acabar con la pobreza, la desigualdad, la violencia, la corrupción, la impunidad y los malos políticos quemando monigotes de año viejo con las fotografías de los más cuestionados.

Al igual que los propósitos de año nuevo, si queremos que Honduras sea un Estado de derecho, donde impere la justicia y se acaben los privilegios del poder, tenemos que reivindicar lo público desde una beligerante participación ciudadana. El país está al borde de la quiebra porque como ciudadanos y ciudadanas no hemos reaccionado como se debería frente al descalabro de la institucionalidad y el saqueo de los fondos públicos.

Ante la inercia de los otrora pujantes sindicatos y la división o cooptación de las diferentes fuerzas sociales, hay que cambiar la actitud negativa y pasiva que nos paraliza, despojarnos de sectarismos y repensar la construcción del deteriorado tejido social desde la participación ciudadana. Todas y todos debemos involucrarnos y vigilar activamente el buen funcionamiento de la cosa pública en las alcaldías, y las instituciones manejadas por los tres poderes del Estado.

Hasta ahora, por las acciones y actitudes de las clase política, sus propósitos no coinciden con los de la población y eso debe movilizarnos a la acción. Si no queremos perder el país, debemos formar parte de las soluciones. No hay otra salida.