Columnistas

Por la razón o la fuerza

“Por la razón o la fuerza”. Así reza el lema de la República de Chile, el cual puede verse en la parte inferior de su escudo. Los cronistas cuentan que fue incluido desde la primera versión de su emblema patrio y con él se brindaba una versión moderna de la frase en latín “aut consiliis aut ense”, que significa “o por consejo o por espada”. Con ella la novel nación recién separada del imperio español hacía una manifestación inequívoca de que su independencia y autonomía avanzaría, bien fuera por la razón o por el ejercicio de la fuerza, si fuera necesario.

Sin referirnos a Chile y su accidentada historia, podemos apreciar que en el ámbito político y especialmente en el ejercicio de la autoridad, los actores se encuentran con frecuencia con situaciones en que emerge ante ellos esta dualidad. Un buen ejemplo es la obvia alternancia entre la simple aplicación de la justicia en contraposición al uso del poder, como ocurre cuando alguien decide las vías de derecho o las vías de hecho al atender o o encarar algo.

La historia de distintos países ofrece capítulos enteros en los cuales sus personajes principales actuaron de una manera u otra, ganándose su entrada más o menos gloriosa a sus páginas. Un legado prestigioso versus uno vergonzoso, no pocas veces estuvo antecedido de una actuación en la que se privilegió, precisamente, la razón o la fuerza para decidir sobre una situación compleja. Algo así ocurrió en 1904, cuando el presidente Manuel Bonilla ordenó al jefe de Policía Lee Christmas disolver el Congreso Nacional y encarcelar al bando opositor, hechos violentos que antecedieron la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente que elaboró una nueva carta magna que entró en vigencia en 1906. Es importante saber que la excusa esgrimida por Christmas y su jefe fue que los adversarios se preparaban para llevar a cabo un golpe de Estado, cuando lo que realmente ocurría era la profunda diferencia entre el Poder Legislativo y el Ejecutivo sobre cómo abordar una grave crisis gubernamental de seguridad y las responsabilidades del titular de la presidencia para corregirla. Como pasaba entonces y también hoy, los desacuerdos pesaban más que el consejo de trabajar en común para hacer frente a los retos de Estado, optándose por la filosa espada (Christmas portaba una muy vistosa) y no por la racionalidad del diálogo y el concierto político.

Años después, en los primeros días de 1924, los desacuerdos para la proclamación de un nuevo presidente y la falta de quórum para solucionar el impasse, provocaron una ruptura del orden constitucional que permitió a Rafael López Gutiérrez asumir poderes dictatoriales y encender la chispa de la cruenta guerra civil de ese año que dejó más de un mil bajas. Nuevamente, la aplicación de la fuerza y no la razón, condujo al país a uno de sus capítulos menos afortunados, sufriéndose después graves consecuencias con el argumento de lograr la “bendita paz”.

Quien no conoce su historia está condenado a repetirla. ¿Por la razón o por la fuerza? He ahí el dilema.