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Para Tegucigalpa... Con amor

Intento expresarme a través de estas palabras con el mayor juicio crítico posible, pero también con amor, pero con ese que se nos propone en la Primera Carta a los Corintios, en su versículo trece. Ese amor (aunque en la versión de la Biblia de Jerusalén se traduce como caridad) que es paciente, bondadoso, ese que no se alegra con la injusticia y se alegra con la verdad, el que todo lo perdona, todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta.

El amor que le profeso a la ciudad en la que nací es un a pesar de todo. La amo a pesar de que le temo profundamente. Por sus calles, aunque construidas para personas honestas, pululan delincuentes que amenazan con quitar pertenencias o la vida. ¿Quién puede caminar tranquilo por el Parque Central? Recuerdo que cuando, como parte de mis prácticas de Periodismo Gráfico, hicimos con mis compañeros un fotorreportaje, la principal preocupación no era la calidad de las fotos, o la secuencia lógica, sino que no fuéramos despojados de nuestras cámaras. Es que ni siquiera se la puede retratar en paz.

Tampoco se la puede recorrer de punta a punta con tranquilidad. Unas abandonadas estructuras nos recuerdan que la transformación aquí no parece posible. Se depende de buses y taxis en mal estado, conducidos en algunas ocasiones con poco acierto.

La he llegado a amar a pesar de la injusticia. A pesar de que el agua no es para todos, a pesar de los baches, a pesar de las calles intransitables, a pesar de que crecí en una generación que no tuvo muchos espacios para divertirse sanamente y libre de peligros. A pesar de su cielo gris, de su suelo gris y del poco verde.

Ni que hablar del poco placer estético que brinda. Del putrefacto olor que desprende, sobre todo en verano, el río Choluteca y sus innumerables quebradas. Quebradas que crecen y que amenazan, quebradas que en sus cauces ya cuentan con varios muertos. De los basureros poblados de indigentes y de aves de rapiña, que bien fueran símbolo de la ciudad. Parece que algo en ella se pudre.

Tampoco olvidamos los empinados cerros, símiles de los otros abismos en los que viven las personas, y antítesis de las lomas. Que no se sabe cómo, en Tegucigalpa la diferencia entre lomas y cerros no parece topográfica sino social. Quizá si se revisa con cuidado, hasta alguna incongruencia nominal pueda haber. Aunque los nombres pueden ser caprichosos, como las colonias peligrosas con nombres divinos y tranquilizantes.

Quienes fundaron esta, nuestra querida ciudad, no imaginaron su desafortunado destino. Porque según la historia, hubo en el pasado cierto esplendor, que ha ido decayendo con el paso de las décadas. No diré, en su cumpleaños, que no hay nada que celebrar, pero de qué sirven las palabras lindas y decoraciones casi pomposas, si al día siguiente nos enfrentamos a la misma amada y temida ciudad. Es como celebrar porque sí. Tegucigalpa es una ciudad que estresa, pero no compensa, como sí lo hacen las grandes metrópolis. Se ha quedado a medio camino entre pequeña ciudad y gran ciudad, pero ha tomado la peor parte de cada una. Un híbrido bastante desafortunado.

¡Pobre Tegucigalpa! Yo no soy de los que se engañan, y la aman ciegamente. Más bien, pienso que solo se puede amarla una vez definido, con precisión, quién es; porque de lo contrario es amar la fantasía y la ficción. Además, solo conociéndola de verdad, la podremos mejorar.