Columnistas

Palabras subterfugio

Dos de los vocablos más bellos y nobles del español son paz y diálogo, por cuanto implican lo contrario a violencia e intolerancia, así como simbolizan el dúo de las más grandes apetencias del alma colectiva: erradicar la guerra, y con ella al odio, y que el género humano aprenda por fin a hacer de la palabra su más poderoso instrumento de civilización.

Incluso, y curiosamente, existe entre ambas cierta relación simbiótica que escasamente se da entre otros términos ya que no existe paz sin diálogo y este es únicamente posible sólo donde el hombre erradica de sí mismo los gérmenes malignos del autoritarismo y lo falso, es decir de la maldad. Ideologemas albos los llamaría quizás Umberto Eco, sintagmas transparentes los titularía probablemente Saussure.

Confucio iría más profundo y envolvería la relación en una (aparentemente) oscura metáfora o hai-ku: “ardió el granero, contemplo más bella la luna”. Excepto que cuando paz y diálogo sirven para engañar pierden su prístino valor.

En recientes semanas, tras la crisis política desatada en noviembre, muchos bien intencionados patriotas han esgrimido los vocablos citados para urgir a la reconciliación pero otros, particularmente cómplices y seguidores de Juan Repetido, ecualizan paz y diálogo con distracción y olvido ya que aspiran a que sirvan para blanquear el escandaloso fraude electoral y para dirigir la mente ciudadana hacia temas lejanos de la realidad y la justicia.

De ese modo, insistiendo en llevarnos a la mesa de plática, procuran avalar un delito, muchos delitos de circunstancia electoral, y hacer que olvidemos que ha ocurrido una reelección ilegal (y que por tanto y en sustancia no la es), que se ha violado la ley y transgredido la Constitución y, peor, que se falseó la voluntad popular, que es en las democracias el principio más sagrado del empoderamiento político y social.

Juan Segundo convoca, prácticamente en desesperación, a urgentes diálogos a que antes no quiso acceder y canta ante desconocidos y carentes de representación, o bien entre subordinados, las más dulces melopeas fraternas… siempre que nadie discuta su legitimidad.

“¡Diálogo!” claman hoy ciertos empresarios para maquillar el silencio desde el cual han consentido siempre lo vicioso y lo irregular; “diálogo” lagriman quienes en 2009 favorecieron el golpe de Estado contra un supuesto intento de reelección que jamás llegó a tener la mínima posibilidad; “¡paz!” gritan los que aprueban que Juan II transforme a Honduras en trinchera militar; “¡paz!” babean las autoridades religiosas más comprometidas con la estafa cósmica, con el engaño espiritual y el usufructo del presupuesto público, del que reciben cuantiosos beneficios.

Jamás dos palabras solas dividieron e identificaron tanto a las perspectivas de clase de los dos grandes bandos en que se divide al presente la nación: los resistentes y los resistidos. Como tampoco dos solas palabras fueron jamás tanta fuente de esperanza.

Se ocupan nuevas dinámicas para construir la paz y el diálogo pues los actores presentes estamos demasiado viciados ––y condicionados— para edificarlos. Como tampoco es difícil su diseño: a José Mujica le bastaría una semana, como árbitro universal aceptado por las partes, para sentenciar lo ineludible: que la paz y el diálogo hondureños se perfeccionarían repitiendo las elecciones o expulsando al dictador y su claque fascista.

Pero como eso no va a ocurrir, descartémoslo del panorama rogando, sí, que en tanto no se consiga tampoco se rellene a ambos conceptos con la hipocresía que usan para vestirlos los grupos más dogmáticos del país.