Tengo muchos años de no llorar y aún no descubro —ni quiero averiguar— si es por estolidez de espíritu, tan rudo la vida me ha hecho, indiferencia o machismo. Aunque no, indiferencia jamás, sino que el dolor golpeó tanto y repetido en cercanas décadas, de soslayo y de frente, que el alma se apertrecha sobre ella misma para defenderse de la fragilidad.
“Los hombres no lloran” enseñaron las abuelas a predicar y practicar, lo que por veces conseguimos si bien, madre mía, cuánto cuesta no llorar: pupilas enchiladas, torozón en la garganta, aliento que se angosta y desvanece, limonar de saliva que mana, saltos de presión arterial que constriñen lo que el espíritu pide a gritos que se diga, que clama y vocifera, que protestemos con la verdad y no con máscara, cosa esta que no lo hace a uno más macho sino más animal.
Se me extinguieron Óscar Acosta y José Adán Castelar; adelantados por Manuel Salinas y Arturo Alvarado, gentes de amadas letras, entre otros queridos y de diversos oficios no tan publicitados. Cayó aquel árbol de bosque que fue Guillermo Anderson, con quien no solo ideamos hermosos proyectos culturales sino que la vida nos hermanó con la misma sangre tipo “P”, por Patria. Peor incluso, más cerca y más hundido el aguijón, en tres años seguidos falleció mi hermano mayor Marco Antonio, mi madre Conchita y mi hermano menor Manuel, asesinado por mareros en Chamelecón. Y no pude llorar, me incendian el corazón seis volcanes, yace extinguido el lagrimal, de mis ojos brota arena, me vence el machismo, ¿habré perdido humanidad…?
Ayer estuve a punto de hacerlo, pues desde hace un mes se me acumulan a la mente las terribles escenas humanas y deshumanizadas de la caravana de migrantes nacionales en ruta al sueño utópico y a la vez real de la nación norteamericana, y en cuyo tránsito —odisea, exilio, clamor de equidad y justicia, ¿no es acaso un éxodo igual que el bíblico judaico, alienado pastor silenciador de la palabra?— la gente pena, entran a las almas infantiles el sufrimiento y el horror, y sobre el ámbito americano flotan como nunca los fantasmas eternamente ingrávidos de la esperanza y el amor, huidizos cual personajes de Shakespeare, vaticinio de futuras desgracias en la tierra.
Da ganas de llorar cuando se recuerda lo que le hizo a este país, desde hace un siglo, la cáfila de pícaros que lo gobernó: patria exuberante esta en lo natural, pobre y viciosa en lo humano. Con un solo genio administrativo que apareciera esta nación se hubiera convertido en modelo de equilibrio terrenal, pero lo único que se le ocurrió a tales morones fue —como hoy— hipotecar lo ajeno que es de todos, regalarlo, venderlo, prostituirlo y entregarlo al capital transnacional en vez de hacerlo producir para beneficio social.
Los hombres no lloran porque su obligación es corregir, no lamentar; salir a la calle y tirar ladrillos o bala, lo exige el destino latinoamericano hasta tanto no se identifiquen y activen las llaves de la paz. Aunque también se puede huir, alejarse de la fuente del sufrimiento, que es lo que hacen quienes integran la caravana migratoria, con su bandera nacional a cuestas, única posesión: dejar de lamentarse y experimentar nuevas vías hacia el futuro, hacer distancia hondureña, lo que no es sino la prueba más clara, absoluta, matemática, contundente y vertical de que el sistema y modelo neoliberal que se nos impuso hace treinta años no es solo injusto sino ineficiente, retrógrado, filosóficamente inhumano y operativamente incapaz de conseguir la felicidad social, cualquier grado de felicidad.
Quien opine lo opuesto merece morir equivocado.