Era mitad de la guerra civil salvadoreña, nosotros, jóvenes estudiantes centroamericanos de Periodismo, reuniéndonos, impresionándonos en San Salvador, con las perplejidades de la tragedia. 1987. Hacía siete años del asesinato de monseñor Óscar Arnulfo Romero, su recuerdo bullía, su lucha inquietaba. Estaba prohibido.
Ahora San Romero de América está en las camisetas, en los discursos oficiales, lo venden en llaveros, en pósteres. En 2015 fue beatificado y en 2018 canonizado por el papa Francisco, y rompió temores de asociar al mártir con la teología de la liberación, a la que nunca perteneció.
Cómo imaginarlo hace 39 años (24 de marzo de 1980) cuando el despiadado asesino de las fuerzas militares salvadoreñas utilizó una sola bala para destrozarle la vida, mientras daba misa, al cura que se había inclinado hacia la “opción preferencial por los pobres”.
No lo parecía cuando en 1977 el papa Pablo VI lo nombró arzobispo de San Salvador en lugar de Arturo Rivera y Damas, algunos creyeron que los conservadores de la Iglesia querían acallar así la represión y la desigualdad, que condujeron a la guerra. La realidad implacable cambió a monseñor Romero. Ganó respeto y admiración hasta fuera de la cristiandad.
A nosotros el toque de queda nos encerraba temprano en el hotel. En las calles, tanquetas, convoyes, soldados. En las paredes, con pintura presurosa, imágenes de Romero y sus frases, como dijo un día antes de su muerte: “Les suplico, les ruego, les ordeno en el nombre de Dios ¡cese la represión!”.
Romero quiso ser coherente con su pensamiento: se negó a vivir en el palacio del Arzobispado y se pasó a una casa; ayunaba los sábados para recordar el hambre de los pobres; rechazó escolta armada cuando empezó a recibir amenazas: “Si me matan resucitaré en el pueblo salvadoreño”.
Sus homilías desafiantes se retransmitían por radio, y no solo condenaba las detenciones, torturas, desapariciones y asesinatos de los escuadrones de la muerte y el ejército, sino también las incursiones armadas del frente guerrillero FMLN.
Su infatigable defensa de los derechos humanos condenó la expulsión de campesinos de sus tierras por proyectos agropecuarios financiados por Estados Unidos, que solo favorecían a los terratenientes, y lo dijo en el púlpito: “De nada sirven las reformas si van teñidas de sangre”.
Su asesino, Marino Samayor Acosta, cobró 114 dólares por dispararle, por órdenes del mayor del ejército Roberto D’Abuisson, creador de los escuadrones de la muerte y fundador de partido Arena, según la investigación oficial concluida en 2009.
Nosotros regresamos cautos. La guerra seguiría cinco año más. En la maleta y entre las perneras del pantalón, escondíamos el libro biográfico de Romero. Esta semana fue aniversario de su asesinato. Como dijo Omar Torrijos: “Nuestros mártires ya han muerto de bala, que no vuelvan a morir de indiferencia”.