En estos días estuvo en Honduras de vacaciones un antiguo alumno que hace estudios universitarios de filosofía en Roma.
Me alegró reencontrarme con alguien que está cultivando estudios de humanidades. Con cierta tristeza admito que estudiar filosofía, o cualquier ciencia humanística, no está en la cresta de la popularidad. Cuando alguno de mis estudiantes me pregunta si es rentable económicamente ser filósofo, le respondo que el amor a la sabiduría generalmente no paga buenos dividendos. Aunque también es cierto que muchos de los CEO de grandes compañías son filósofos que aplican el arte y el rigor del pensamiento para obtener resultados económicos.
A veces menciono la necesidad de la filosofía, en concreto de la ética, para dar un sentido y significado a la técnica. En cualquier lugar que nos encontremos tratamos con personas, y en cualquier ocupación, hace falta brindar un fuerte contenido del “deber ser” al quehacer humano para no perder el sentido y respetar los derechos y deberes que comporta cualquier quehacer humano. Con mis estudiantes de metafísica recurro en ocasiones a mi experiencia. Cuantas veces descubro personas con altos conocimientos en diversas áreas científicas que, al carecer de las nociones más elementales de metafísica, no consiguen ahondar en las causas y en la ontología de diversos temas. Sin metafísica, el conocimiento se queda muchas veces en el ámbito de lo opinable.
En una charla TED que vi en una ocasión, el cofundador y CEO de la empresa de software Bluewolf, Eric Berridge, mencionaba: “No debemos valorar la tecnología más de lo que valoramos las Humanidades”. Este ingeniero y emprendedor consideraba que en un mundo cada vez más tecnológico la combinación de conocimientos entre las conocidas como disciplinas STEM (acrónimo inglés de las siglas Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas) y las Humanidades marcan la diferencia en el desempeño de grandes compañías. Cuando hablo de estas cuestiones con mis estudiantes pienso en las ironías de la vida. Mi primera formación fue eminentemente técnica tanto en el colegio como en la universidad. No niego que miraba con indiferencia las clases de Humanidades. Lo importante eran las matemáticas, la física o la electrónica. De acuerdo a mi visión positivista de la vida, la historia, la filosofía o la antropología me parecían una pérdida de tiempo. Cuando era adolescente de forma pretenciosa gastaba horas intentando encontrar modelos matemáticos para describir toda clase de fenómenos. No me daba cuenta que las cosas más importantes de la vida como el amor, la amistad, la dignidad de la persona o la finalidad de las leyes, por ejemplo, se resisten a ser medidas y cuantificadas. Recuerdo como si fuera ayer mi primer examen de introducción a la filosofía. Bastaron dos preguntas de mis examinadores para que se dieran cuenta de que, aunque había intentado aplicarme en el estudio, la filosofía para mí era como hablar en otro idioma ininteligible. Para ese entonces, tan equivocado estaba, pensaba en el mundo o en el hombre como en una máquina sujeta a las leyes físicas y matemáticas que yo pensaba conocer. Cuán agradecido estoy por mi conversión a las Humanidades. No es que sean más importantes, simplemente son indispensables para entender y moverse en el mundo actual.