El Evangelio de hoy narra que Jesús pasó frente donde estaba Juan, y entonces el Bautista dijo: “Ese es el Cordero de Dios”, aludiendo no solo a la mansedumbre del Señor, sino también en una clara alusión al futuro sacrificio divino por todos los pecadores.
Dos de los discípulos que estaban con Juan siguieron a Jesús, y después de un breve cruce de palabras le preguntaron al Señor: “Rabbí (que significa Maestro), ¿dónde vives?” (Juan 1:38).
¡Ojalá tú y yo pudiéramos responder a esa interrogante! Diciendo por ejemplo: Señor, tú vives en mi corazón, o bien, por favor, Señor Jesús, ven a mi hogar y quédate con nosotros.
Los dos discípulos de Juan vieron donde vivía Jesús y se quedaron con él aquel día por la tarde. Nosotros deberíamos imitar este ejemplo: al conocer donde vive el Señor, no solo debemos quedarnos con él un día sino también pedirle que nos acompañe y guíe el resto de nuestra vida.
Uno de los discípulos de Juan llamado Andrés, después de encontrar a Jesús se apresuró a buscar a su hermano Pedro y le dijo: “Hemos encontrado al Mesías” (que significa el Cristo). Y se lo presentó a Jesús. Jesús miró fijamente a Simón y le dijo: “Tú eres Simón, hijo de Juan, pero te llamarás Kefas” (que quiere decir Piedra) (Juan 1:41-42).
Que dichoso ha de ser el momento en que Jesús nos mire fijamente y nos diga: “Tú eres una piedra de mi iglesia”. Sin ti el edificio estará incompleto; sin tu ayuda la salvación de tu familia, amigos y conocidos no se completará.
¿Cuántas veces el Señor nos ha llamado por nuestro propio nombre?
Cuántas veces le hemos respondido: “Habla, Señor, que tu siervo escucha” (Primer libro de Samuel 3:10).
¡Amado Señor Jesús! Que yo no sea indiferente a tu llamado; que siempre recuerde que tú me has dicho: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mateo 22:37).