Hoy se habla mucho de pedagogías modernas, de métodos, de estándares y pecados en el aula, pero creo que honestamente en la mayoría de los casos es más lo que se dice que lo que se hace. Muchos directores, profesores y pedagogos podrían hasta escandalizarse cuando les cuente la manera en la que logré tener una buena ortografía (diría que casi impecable) siendo apenas un joven estudiante de bachillerato. Recuerdo que antes de décimo grado no tenía una ortografía de la que debía avergonzarme demasiado, pero aún me costaban algunos aspectos de ella.
Debo decir que las tareas con las cuales aprendí eran muy extensas, muchas de ellas las terminé a las tres o cuatro de la mañana. Fue un proceso muy rudimentario, pero que me permitió, desde muy joven, expresarme con claridad, al menos desde el punto de vista técnico de la ortografía. La asignación fue la misma durante todo el año: debía buscar en el periódico ejemplos de cada regla ortográfica (relacionadas con las tildes, las mayúsculas, las abreviaturas, todos los signos de puntuación, etcétera), recortarlos y llenar con ellos dos páginas (por regla). Ese año usé tres o cuatro cuadernos, que acabaron siendo muy gruesos por la cantidad de recortes que tenían.
Sí, parece muy sencillo con algunas reglas, pero en algunos otros casos tenía que examinar varios periódicos completos para encontrar ejemplos. Casi siempre los encontré, y si no lo hacía, me las ingeniaba. Esto me obligó a tener presente cada regla, mejorar mi oído y prestar mucha atención a lo que leía. Es probable que haya métodos menos rudimentarios que no impliquen horas y horas de actividad, pero este no me parece tan malo, al final de cuentas, me sirvió a mí, y estoy seguro de que no fui el único beneficiado.
Muchas veces se critican estas técnicas porque se las acusa de antiguas, pero creo que uno de los errores que se ha cometido en la educación actual es creer que por “moderno” algo es mejor. Siempre se está hablando de modernizar los procesos educativos cuyos logros no se observan en el desempeño de los estudiantes. Y no tienen nada que ver las calificaciones, que son el primer error del sistema, que a mi juicio tendría que estar pensado en función de habilidades y actitudes: si el estudiante logró desarrollar tal o cual habilidad puede pasar al siguiente nivel, si no, no debería pasar.
La manera en la que aprendí no fue divertida ni colorida, pero es uno de los aprendizajes que más recuerdo y atesoro. Y que claro, me ha servido toda la vida. Probablemente no había objetivos redactados con verbos pomposos detrás de esa actividad ni mucho menos un aprovechamiento de recursos multimedia —ni siquiera había una computadora en mi casa—, sino simplemente una gran certeza de la manera en la que podíamos aprender. Lo mismo me sucedió con otras enseñanzas.
Además, la profesora Blanco (ese era el apellido de mi profesora de décimo grado) era muy dulce y paciente. Tenía lo que debe tener un profesor: conocimiento y empatía. Marcó mi vida, así como lo hizo un pequeño curso de sonetos que recibí en octavo grado con cuyo manual escribí mis primeros versos. Ese curso también lo recibí de manera que algunos llamarían muy escolástica, lo impartieron unos profesores practicantes que siempre recordaré por su entusiasmo, más que por sus métodos. La educación quizás es más simple de lo que suponemos.