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Los males de la codicia

Pregunté a mis estudiantes quinceañeros qué pensarían de alguien que se propusiera como fin absoluto para su vida ganar el primer millón de dólares. La pregunta iba con trampa ya que introduje a propósito el término “fin absoluto”. Las reacciones no se hicieron esperar, a casi todos les pareció una meta estupenda. Alguno incluso dijo que ya estaba en ello y se había planteado conseguirla antes de los veinte años. Tuvieron al menos la sensatez de mencionar que ese objetivo era válido siempre y cuando se lograra con un trabajo honesto y honrado.

Intenté explicarles que los bienes materiales son buenos, sin embargo existen realidades en la vida humana que tienen un valor más alto. El dinero es necesario como medio para sufragar las necesidades de subsistencia, e incluso un poco más. Pero existe un enorme abanico de bienes que no se compran con dinero. Las cosas más importantes de la vida no tienen precio; la buena conciencia, la cercanía con Dios, el amor, la amistad, la confianza, la lealtad, solo por mencionar algunos.

La pregunta venía a propósito de que estábamos hablando sobre la codicia: ese deseo vehemente y desordenado de poseer riquezas u otros bienes materiales. El problema no son los bienes materiales en sí, que son buenos y nos pueden prestar muchos servicios. El problema es cuando colocamos nuestras mejores aspiraciones y proyectos exclusivamente en las cosas materiales. La codicia siempre es puerta para toda clase de vicios. Francisco Fernández Carvajal en su libro “Pasó haciendo el bien” menciona que el mal siempre comienza cuando aparece la codicia, el amor desmedido al dinero, cuando se desea tener siempre más, de un modo imparable para fines propios, para lujos, placeres y caprichos.

La experiencia confirma que cuando alguien coloca como finalidad de su vida el dinero y los bienes materiales su corazón se empequeñece. Se vuelve como una habitación oscura llena de objetos, muchos inservibles, que quitan espacio para dar cabida a los verdaderos ideales del amor a Dios y a los demás. El excesivo afán de poseer, el amor excesivo al propio bienestar se transforman en pista resbaladiza que conducen al egoísmo. El codicioso es incapaz de dar, mide todo y a todos en función de su provecho personal. A propósito de la avaricia se menciona en el libro “El poder oculto de la amabilidad” que el deseo de tener cosas y el hábito de reunir bienes forman parte del amor natural a uno mismo (…). Se nos han dado para que, a través de ellas, podamos asegurarnos la existencia y el bienestar. No hay nada intrínsecamente malo en los esfuerzos del hombre por obtener riqueza. El objetivo de la avaricia es parecido, pero sus medios son perversos. La avaricia -o la codicia- es el deseo inmoderado de bienes mundanos: pisotea a los rivales, explota a los trabajadores y no conoce otro criterio de conducta que el éxito. Representa un serio obstáculo para amar al prójimo. Por eso debes estar vigilante y desechar todo pensamiento o deseo
inspirados por ella.

Nos dice el citado autor que la templanza es el escudo que protege de la ambición desmedida, de la avaricia, la codicia, la gula, la ira, la envidia, la lujuria, el excesivo lujo, vicios, apegos desordenados que llevan siempre a la tristeza, a la incapacidad para tener otros valores.

Hemos de ser previsores y contar con los medios necesarios. Pero tampoco debemos ser excesivamente desconfiados y suspicaces. Tener lo necesario, pero no acumular bienes de forma obsesiva. Combatir el temor y la inseguridad que nos lleva a retener lo innecesario con la generosidad. Así descubriremos la generosidad sin límites de un ser superior que nos ama y siempre vela por nosotros.