Hasta la fecha en la que escribo este artículo, según Our World In Data, en el mundo se han vacunado 292 millones de personas. Arroja para Centroamérica los siguientes datos: en Guatemala se han aplicado 2,427 vacunas contra el coronavirus. En Belice, cuya población es menor al medio millón, 996. En El Salvador han sido 16,000 los beneficiados. Por otra parte, ya hay 149,812 personas inoculadas en Costa Rica y en Panamá la cifra llega a 150,411. De Nicaragua no hay datos precisos, porque apenas ha arrancado el proceso. Y Honduras, por supuesto, aplicó ya 2,684 dosis.
También podríamos comparar aquí fechas de entrega de las vacunas, métodos de negociación, planes de ejecución y proyecciones para este 2021. Y, por supuesto, las maneras en que en general se ha manejado esta crisis sanitaria mundial. Este tipo de ejercicios comparativos con nuestra región se han venido haciendo por parte de la prensa y las personas en la calle, aunque no de manera sistemática, desde que el covid-19 llegó a nuestro país. Y este ejercicio natural nos ha puesto nerviosos. Hemos descubierto nuestras flaquezas en las fortalezas de nuestros hermanos centroamericanos.
El efecto que tiene el avance del proceso de vacunación en Centroamérica, creo que lejos de transmitir esperanza a nuestra población, ha creado la sensación de estarse quedando rezagada. Y no causa el mismo efecto saber que Estados Unidos o España están vacunando a su población aceleradamente, porque no tenemos manera de compararnos con ellos. Por otra parte, sabemos que la realidad centroamericana no es tan distinta a la nuestra y, por lo tanto, creemos que deberíamos estar más o menos al mismo nivel.
Esos contrapesos comparativos tienen dos caras. Por una parte, están bien porque sirven de termómetro, de hoja de ruta si se quiere. Incluso de espejo, se puede replicar lo que ha funcionado y evitar lo que ha fallado. Y tienen una cara que no es tan positiva: el nerviosismo que genera. Pero incluso esa cara podría verse con buenos ojos. Es probable que, sintiéndonos a la zaga, actuemos pronto. No para ponernos a la cabeza de Centroamérica —aquí es donde la comparación deja de tener importancia y utilidad—, sino para que el pueblo hondureño sea protegido. Creo que hace un año, quizá un poco más, escribí que lo que se nos avecinaba en aquel entonces era un examen. Uno no tanto de cómo enfrentaríamos la llegada del virus, sino de cómo habíamos configurado nuestro país hasta ese momento. Los resultados, un año después, no necesito explicárselos. Cualquier persona mínimamente informada sabrá cuáles son. Y no podían ser de otra manera. Cargamos con el peso de demasiados errores. Diría yo que algunos sobrepasan el centenar de años.
Aún nos queda un camino considerable con la pandemia. Pero hay que enfrentarlo con paciencia y optimismo. Hace más de un año, cuando comenzó, no sabíamos siquiera si habría una vacuna. Si lo ubicáramos en una línea de tiempo, estamos definitivamente más cerca del final que del comienzo.
Hay muchísimo trabajo por hacer y lo bueno es que cada acto es una oportunidad para hacer las cosas bien. Así, la próxima vez, cuando comiencen las comparaciones, no nos pondremos nerviosos. Es más, ni siquiera habrá necesidad de hacerlas.