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La otra resistencia

En el sur del país, miles de empleados de la industria melonera y camaronera se movilizaron pacíficamente en rechazo a la propuesta de la reforma tributaria. De inmediato, la presidenta Castro calificó la protesta como “anárquica” y convocó de emergencia al Consejo Nacional de Defensa y Seguridad (CNDS), donde se ordenó investigar y deducir responsabilidades a las personas que incentivaron la masiva movilización.

¡Un grave error! Criminalizar las protestas en una democracia es un desacierto, eso ya lo experimentó el presidente anterior, donde se gritó el “fuera JOH”, que al final eso lo sacó del poder. Las protestas sociales son una forma legítima y necesaria de expresión ciudadana. A través de ellas, el pueblo debe manifestar sus demandas, reclamos y descontentos ante las autoridades y el resto de la sociedad.

Las protestas son hasta necesarias porque plantean un mecanismo de participación política que contribuye al debate público y a la deliberación colectiva sobre los asuntos de interés común. Sin embargo, esa costumbre dictatorial, despótica y bárbara es ya una tendencia preocupante a estigmatizar cualquier protesta, presentándose como actos violentos, vandálicos y hasta subversivos que atentan contra el orden público y la seguridad nacional.

Esta actitud se traduce en el uso excesivo de la fuerza policial para reprimir las manifestaciones, la aplicación de leyes restrictivas que limitan el derecho a la protesta, la judicialización y persecución de los líderes y participantes de las movilizaciones, y la difusión de discursos que deslegitiman y descalifican a los movimientos sociales.

Este Gobierno revolucionario, que nació en las calles, convoca a la seguridad del Estado para irrumpir cualquier asomo de protesta, cuando nadie, más que ellos, saben que estas prácticas violan los derechos humanos de las personas y socavan los principios democráticos de pluralismo, tolerancia y diálogo, se niega el valor de la disidencia y la diversidad de opiniones, se ignoran las causas estructurales que generan el descontento social.

En lugar de atender y resolver los problemas que motivan las protestas, se opta por silenciar y castigar a quienes los denuncian. Es una estrategia trasnochada y sacada de la manga de la camisa de la desesperación por no gobernar con certeza, es contraproducente e insostenible en el largo plazo. Lejos de apaciguar el conflicto social, lo agudiza y lo hace más difícil de resolver.

Al reprimir las protestas, se genera más frustración, indignación y resistencia entre la población. Se erosiona la confianza y la legitimidad de las instituciones democráticas, que pierden su capacidad de representar y responder a las demandas ciudadanas. Se crea así un clima de confrontación y polarización que amenaza la convivencia pacífica y el bienestar colectivo. Por eso, es necesario reconocer y garantizar el derecho a la protesta como un elemento esencial de la democracia.

Este “Gobierno del pueblo” debe respetar y proteger el espacio para la expresión pública y pacífica de las personas, sin recurrir a la violencia o a la intimidación, promover el diálogo y la negociación con los movimientos sociales, escuchando sus propuestas y buscando soluciones conjuntas a los problemas que los afectan.

Finalmente, el Estado debe rendir cuentas por sus acciones y omisiones frente a las protestas, investigando y sancionando cualquier abuso o violación de derechos humanos que se cometa. Solo así se podrá construir una democracia más participativa, inclusiva y justa, que respete la diversidad de voces y opiniones, y que atienda las necesidades y aspiraciones de los ciudadanos, quienes ya están hartos de mentiras y bombas de humo, donde justamente nace el principio del final de cualquier poder político: ustedes, lo saben perfectamente.