En los últimos años me he dedicado a hacer un análisis casi obstinado sobre la memoria y la búsqueda de sentido en la realidad social, llegando a la conclusión de que las marcas dolorosas que afectan a las personas son hechos producidos socialmente y no por el individuo. Los orígenes de estas heridas se mantienen y desarrollan social e individualmente a través de las instituciones, grupos o personas. Por ello tiene importantes consecuencias el determinar qué se debe hacer para superar estos traumas.
La sociedad hondureña evidencia, en el contexto actual, profundas heridas relacionadas con el sufrimiento, las tensiones ante la inseguridad, las pérdidas afectivas, la muerte y otros hechos dolorosos y frustrantes que requieren ser interpretados y provistos de un significado. También es relevante recordar las experiencias que hemos vivido en nuestra historia pasada-reciente, sobre todo aquellas que nos han causado penas, puesto que la visibilización y entendimiento de estas vivencias desgarradoras facilita aprender de los errores para evitar el impacto de la repetición.
Hago esta reflexión a partir de la decisión del Poder Ejecutivo de destruir el cuartel general de Casamata, en el marco de la anunciada depuración de la policía, ya que se trata de un complejo físico dentro del cual se cometieron violaciones a los derechos humanos, y por tanto tiene un significado simbólico, una relación con lo individual y lo colectivo desde lo afectivo-doloroso y los traumas psicosociales que nos aquejan como sociedad. Desde los años setenta ya era de conocimiento general que Casamata representaba represión y muerte (casa que mata).
Según fuentes periodísticas, el Presidente de la República anunció: “Vamos a destruir todos estos edificios y (…) a construir un parque para que todas las personas de allí puedan beneficiarse”; además, expresó que con ello “nos borramos la historia de eso”, refiriéndose a los encuentros de altos oficiales que sellaron el destino del asesinado general Arístides González (EL HERALDO, 10 de abril de 2016).
Las palabras del Presidente me llevaron a viajar por mis recuerdos de infancia, incluyendo mi temor de niña hacia los militares y la policía; las cacerías de jóvenes para que hicieran de manera forzada el servicio militar; los casos de violaciones de mujeres, generalmente silenciados; el encarcelamiento de mi padre, dirigente magisterial; los centenares de personas desaparecidas por motivos políticos; el asesinato de la estudiante Riccy Mabel Mart?nez y, más recientemente, los asesinatos de la niña Soad Nicole Ham Bustillo, de 13 años de edad, muerta después de participar en una manifestación estudiantil, y de la dirigente indígena ambientalista Bertha Cáceres.
“Recordar es fácil para el que tiene memoria, olvidar es difícil para quien tiene corazón”, dice Gabriel García Márquez. En otras palabras, es necesario reconocer que las emociones como el temor, deseo, alegría, vergüenza, indignación y amor quedan grabadas en el cuerpo individual y social y componen nuestro ethos social. Son elementos desde los cuales nos representamos como sociedad, y el pretender eliminarlos o suplantarlos equivaldría a una muerte suspendida.
De tal manera, proponer borrar la historia de lo acontecido en Casamata, lejos de ser una solución, profundiza las heridas psicosociales y afectivas de la sociedad hondureña. Pretender borrar el asesinato del general Arístides González y el posterior asesinato del coordinador de la Dirección de Lucha Contra el Narcotráfico (DLCN) Alfredo Landaverde, implica dejar impunes las diversas operaciones de traición y ejecuciones extrajudiciales organizadas por los altos mandos policiales y militares a lo largo de nuestra historia nacional.
Por ello, me pregunto: ¿es posible que la población hondureña pueda creer que sus heridas sanarán con la destrucción de un edificio histórico, que es además prueba innegable de las dolencias afectivas, morales y éticas de la sociedad y sus instituciones? ¿Puede pensarse en la construcción de un parque de esparcimiento y recreación como una forma de superar el pasado doloroso, sin hacer justicia?
En mi opinión, Casamata puede tener un destino resiliente que no implique la destrucción del inmueble histórico, como ha planteado María Luisa Borjas, exdirectora de Asuntos Internos de la Policía Nacional. Una alternativa podría ser convertir sus instalaciones en un centro cultural y artístico, tal como han propuesto Mujeres en las Artes (MUA) “Leticia de Oyuela” y el Colectivo Hormiga para la antigua Penitenciaría Central, iniciativa que, desafortunadamente, no ha recibido apoyo por parte de las instituciones estatales; o bien convertirlo en un centro de formación y trabajo para mujeres víctimas de violencia doméstica, como ha propuesto la diputada Doris Gutiérrez.
Crear un parque de diversiones es una forma de negar los acontecimientos, para distraer y no pensar tanto en las heridas. Pero sería mucho más trascendental, y de alguna manera constituiría un acto de reparación, brindar a las niñas, niños y jóvenes, espacios para la expresión artística en los que ellas y ellos puedan reconstruir y fortalecer vínculos sociales, participen de la cultura y no se limiten a ser espectadores. Un ejemplo de trabajo resiliente para la niñez es el que realiza MUA en las escuelas públicas del Centro Histórico de Tegucigalpa. Por medio de la creación artística, las niñas y los niños cuentan con un espacio para transformar la realidad dolorosa y tienen la posibilidad de construir un mejor futuro. Si no hacemos un trabajo de reconstrucción de la memoria para poder dar significado a lo vivido, no habrá parque de entretenimiento que permita olvidar lo acontecido históricamente en nuestro país. Al contrario, quedará una huella tormentosa mucho más profunda en el tejido social.