El término evaluación nos remite automáticamente al proceso de enseñanza y aprendizaje porque estos dos elementos constituyen articulaciones inseparables e inquietantes en la práctica pedagógica de los docentes. Día a día, en el proceso de formación, los educandos son evaluados acorde con los conocimientos presentados en el salón de clases.
Esta práctica es considerada normal, indispensable, y es aquí donde surgen las calificaciones como la regla “perfecta” para medir los objetivos y paralelamente las capacidades adquiridas del individuo. Hasta aquí probablemente estamos bien; pero cuando las instituciones estructuran un sistema que permita identificar, evaluar y acompañar el otro extremo, que es la labor del docente, es cuando probablemente lo que se hace con los educandos y es considerado normal en esta etapa es anormal.
A nosotros por naturaleza nos gusta evaluar a los demás, pero cuando somos objeto de esa evaluación reaccionamos mal y muchas veces nos resistimos. Tratamos de detener los procesos, intentamos descalificar, comenzamos a señalar, me falta esto, me falta lo otro, es muy poco el tiempo, no tengo tiempo para prepararme, va en contra de mis intereses, no tengo confianza en los resultados.
Probablemente en algunos planteamientos se tenga razón, porque vivimos en una sociedad degradada, llena de valores distorsionados, una sociedad egocéntrica, donde todo gira en torno al yo. En resumen, todos tenemos una imagen de nosotros mismos y suele ser positiva, y aunque estemos equivocados somos muy resistente al cambio.
A pesar de todas estas situaciones no debemos perder el papel que juega el docente en el proceso de formación. Para nadie es desconocido que diversos estudios demuestran que un buen profesor es la variable más importante para mejorar el rendimiento de los alumnos.
Por lo tanto, la evaluación de los docentes debería ser una prioridad para los gestores de la educación a través de los diferentes niveles educativos. A través de ella es posible mejorar la calidad de la enseñanza e incluso lograr que los alumnos aprendan más. Evaluar a los docentes es verificar su nivel de conocimientos y la capacidad de transformarlos en competencia.
Así, más que verificar si el profesional es puntual y sigue las prerrogativas esperadas en los aspectos comportamentales, la institución educativa debería identificar la calidad de la intervención pedagógica, y es aquí donde las instituciones deberán ajustar procesos rigurosos de selección de capital humano para los individuos que estarán al frente del proceso de formación; pero además dotarlos de las herramientas y entrenamiento que les permitan realizar la tarea en función de los objetivos estratégicos de la institución y función de lo que demanda la sociedad, ya que el futuro de los empleos indica que se necesita formas profesionales con capacidad de análisis, pensamiento crítico, capacidad para resolver problemas, facilidad de comunicación, manejo de información, autogestión como la resiliencia, el aprendizaje activo, la flexibilidad y la tolerancia al estrés, y esto solo se logrará, probablemente, con mallas curriculares, entornos de aprendizaje y docentes ajustados a la realidad del siglo XXI.