Columnistas

60 años en su pasión por captar la estampa, el segundo que es vida plena. Severo en la reproducción, generoso al dar su conocimiento, no había forma de no amar más los colores y la luz.

El claroscuro y el tenebrismo adquirían renovada belleza. Ya todo era hermoso.

El lente desnudaba lo más cruel para hacerlo denuncia, o inspiración y bondad. Nunca más la indiferencia. El paisaje era eso, paisaje, de flora y fauna y de construcciones. Ni la pobreza ni la injusticia volvieron a ser parte de aquel. Con él, se aprehendía y aprendía.

Se era moldeado como amante de la fotografía, de la imagen tan ajena y tan de uno. La presión al diminuto botón lo hacía todo, si se seguían sus precisas instrucciones. Se valoraban las emociones provocadas por el horizonte, desolado o fecundo, por la mirada de triste alegría en el niño campesino.

Y por las flores, fueran pompones amarillos, dalias rojísimas o brassavolas blanquecinas.

“Ya no volverás a ver de la misma forma”, dijo en la primera clase. Tenía razón. Maestro genial. Hombre de profundo acervo cultural, intolerante con la mediocridad, causaba la sensación, incomoda a veces, de tenerlo a uno bajo examen permanente.

Sus preguntas eran capciosas o arteras. Desafío constante.

Compartimos el encanto por John Reed y un día disparó “¿Dónde está enterrado?”, respondí: “En algún lugar de USA”. “¡No! ¡Es el único gringo enterrado en la Muralla del Kremlin!”.

Y a continuación se desató una lluvia de recriminaciones por mi imperdonable ignorancia. Al tiempo, habiendo él olvidado esta anécdota, volvió a preguntarme: “¿Dónde está enterrado John Reed?”. De inmediato respondí: “En la Muralla del Kremlin”.

Abrió los ojos y entonces dijo: “Sos la única persona que me ha respondido esa pregunta”. Y adquirí ante él cierto respecto. Inmerecido, pero como me divertía, decidí disfrutarlo por un tiempo.

Después le diría la verdad. No hubo después. Ya descansa en paz el maestro Juan Pablo Martel, padre del arte de la fotografía hondureña.