En nombre de la seguridad y el orden, el gobierno del norte despliega operativos que más parecen cacerías que políticas públicas. Las redadas antiinmigrantes, ejecutadas con brutal eficiencia, no solo violan derechos fundamentales, sino que revelan el doble rasero de Estados que se dicen garantes de la justicia, mientras persiguen, detienen y deportan a quienes huyen de la miseria, la violencia, la corrupción y el colapso climático.
¿Qué seguridad se defiende cuando se arranca a padres de sus hijos, cuando se encierra en centros de detención a personas cuyo único “crimen” es buscar una vida mejor? La retórica del miedo -que pinta al migrante como una amenaza- es una cortina de humo para ocultar fallas estructurales: economías que explotan mano de obra barata, pero niegan derechos; fronteras que se abren al capital, pero se cierran a los seres humanos.
El derecho internacional es claro: toda persona, sin importar su estatus migratorio, tiene derecho a la vida, a la integridad y a la dignidad. Sin embargo, estas redadas -cada día más racistas y arbitrarias- convierten a comunidades enteras en blanco de persecución.
Se permite allanar viviendas sin orden judicial, se detiene a personas basándose en su apariencia, se niega el debido proceso. Estas prácticas no son “ley y orden”; son autoritarismo disfrazado de legalidad.
La defensa de los derechos humanos no es un lujo opcional: es el límite entre la civilización y la barbarie. Si normalizamos que el Estado trate a los migrantes como desechables, ¿qué nos impide después aplicar la misma lógica a otros grupos vulnerables? La historia ya juzgó a las sociedades que eligieron la indiferencia ante la persecución. Hoy, nuestra complicidad o nuestra resistencia definirán el futuro.
Es hora de exigir políticas migratorias que no se construyan sobre el miedo, sino sobre la justicia; que reconozcan que nadie es ilegal por existir, que ningún ser humano debe ser tratado como desecho.
Las redadas no son la solución, son la evidencia de un sistema que prefiere castigar antes que comprender, que elige la fuerza en lugar de la compasión. Y en esa elección, perdemos todos. Esta persecución es el síntoma de un sistema económico frío que depende de la mano de obra migrante mientras la criminaliza.
Centroamérica, saqueada por décadas de corrupción, desigualdad y violencia, expulsa a miles de personas cada año hacia el norte. Y cuando llegan, no solo trabajan en los cimientos invisibles de la economía estadounidense -en campos, construcciones, servicios- sino que también pagan impuestos, consumen y sostienen comunidades. Sin embargo, en lugar de reconocer su contribución, el Estado los persigue.
¿Cuánto aportan realmente los migrantes indocumentados? Según el Instituto de Tributación y Política Económica (ITEP, por sus siglas en inglés), pagan miles de millones en impuestos anuales, muchos a través de ITIN (Número de Identificación Personal del Contribuyente) o retenciones directas, sin poder acceder a beneficios como el Seguro Social o Medicare.
Su labor sostiene industrias enteras -la agricultura, la hostelería, el cuidado de niños y ancianos- que colapsarían sin ellos. Pero en lugar de regularizar su estatus para que contribuyan con plenos derechos, el gobierno invierte en redadas, en centros de detención privados y en deportaciones que fracturan familias.
Mientras tanto, en Centroamérica, las remesas enviadas por estos mismos migrantes superan, en algunos casos, el presupuesto nacional de sus países de origen. El Salvador, Honduras y Guatemala dependen de ese flujo de dinero para mantener a flote economías devastadas por el libre comercio desigual, la corrupción y el abandono estatal.
Estados Unidos, en lugar de abordar las causas que generan migración -como su propio rol en el apoyo a élites delictivas que nos gobiernan, que explotan al pueblo y también lo expulsan-, debería replantearse sus políticas