El desayuno con pan: dulce o blanco; para el almuerzo espaguetis; a media tarde, un café con galletas o pastel; y para la cena, tortillas de harina, baleadas; y los más animosos, hasta una cervecita en la noche.
Todo de trigo, que está en nuestras vidas sin que apenas lo notemos. Pues ya solo quedan reservas mundiales para diez semanas de este cereal.
No producimos trigo; esta gramínea prefiere climas templados, aunque podría acomodarse en nuestro trópico abrasador. Lo importamos casi todo desde los Estados Unidos, un 87 por ciento; otro poco de Canadá, 6 por ciento; y algo de otros países.
De modo que la escasez mundial para nosotros puede ser terrible.Tampoco es la primera vez que nuestra seguridad alimentaria nacional está amenazada o en precario; de hecho, casi todos los años recibimos noticias desoladoras de miles de familias que tienen en la hambruna una realidad aplastante, una inaceptable cotidianidad.
Para paliarlo -más que remediarlo- diferentes gobiernos rasparon en sus propios recursos y en la generosidad de la comunidad internacional para llevar sacos de alimentos, camiones de suministros, a pobres gentes que habitan en tierras fatigadas, secas e improductivas si no se tienen los equipos mínimos de labranza.
Pero esta vez la crisis de alimentos amenaza a todo el planeta, y la asistencia de otras naciones será mezquina y complicada; como ocurrió con las vacunas de covid-19: primero se abastecieron los países ricos; y luego, nosotros, los últimos de la fila.
La escasez se agrava con la guerra en Ucrania, que junto a Rusia -sancionada por Estados Unidos y Europa- producen el 30 por ciento del trigo mundial.
Y si faltara mala suerte, se agrega la pésima cosecha en China e India. Antes del conflicto, la pandemia y la ruptura en la cadena de suministros ya presagiaban lo peor.
En la ONU muestran preocupación por la crisis; dicen que es una amenaza “sísmica”, sobre todo para países importadores de trigo -ahí estamos nosotros- porque la escasez se traducirá en altos precios que nos escasearán el pan y las tortillas.
Los cereales -derivan su nombre de Ceres, diosa romana de la agricultura- son esenciales en nuestra mesa, y desgraciadamente dependemos de las importaciones, no solo de los que nos trajeron los conquistadores: arroz y trigo; también el maíz, herencia de los antiguos mayas.
Sin una economía industrial avanzada para negociar ante el mundo, urge una producción agrícola que cubra nuestra necesidad y evite sobresaltos por los vaivenes de los mercados. Mejorar arrozales, frijolares y maizales; buscar tierras fértiles, temperatura y humedad óptima, para cultivar nuestros trigales.
No es descabellado.Falta lo que hicieron otras naciones en peores condiciones que la nuestra: un pacto, un nuevo contrato social entre gobierno, productores, campesinos, etcétera, por la seguridad alimentaria de todos; que haya pan y panaderías.