Este de hoy no será el fulgor instantáneo que aqueja a Miguel Hernández cuando en 1936 escribe poemas de amor con ese título, sino el rayo de la memoria que asola e ilumina a los hondureños conocedores de la sufrida historia de este país y que encuentra uno de sus instantes más dolorosos en julio de 1944, cuando una marcha de protesta contra la dictadura de Tiburcio Carías provoca en San Pedro Sula la matanza urbana más cruel —y silenciada— que se conoce. Aún son escasos y controvertidos los datos de la masacre pues excepto por el testimonio de un organizador de la manifestación pública que antecedió a la represión policial y militar —el doctor Antonio Peraza— y de otros participantes, se ignora el número preciso de asesinados, el detonante de los primeros disparos, la responsabilidad del entonces ministro Juan Manuel Gálvez y el sitio en que se sepultó los cadáveres.
El cónsul norteamericano en Puerto Cortés, enviado a indagar, escribió haber sido 26 los inmolados, el partido Nacional aseguró no haber pasado de seis, en tanto que las resistencias liberal y callejista del momento los contabilizan en cienes. Los diarios ocultaron el suceso, la radio tegucigalpense lo ignoró, hasta 1960 jamás se trató académicamente el tema en escuelas, colegios o universidad. La placa conmemorativa fue arrancada del sitio y destruida.
En síntesis, tras la exitosa marcha de protesta contra el dictador en la capital el 4 de julio, convocada con excusa de la independencia norteamericana, los ciudadanos Antonio Peraza, Presentación Centeno y Graciela Bográn (a quienes Mario G. Massin, declarado sobreviviente, agrega a Visitación Padilla y Juan Fernando López) obtuvieron permiso del ministro Gálvez para coordinar similar marcha en San Pedro Sula, a lo que accedió bajo condición de que fuera sin discursos.
Pero al arribar los casi tres mil asistentes a la avenida del comercio y tercera calle, y al instante en que el Dr. Peraza (nacionalista) iba a anunciar disuelta la movilización, el mayor de plaza Ángel Funes, que iba a dispararle por irrespetar el convenio de silencio, fue contenido por Alejandro Irías, su perseguidor judicial desde Olancho, a quien asesinó allí públicamente. La tropa cachureca, diestra para matar e ideológicamente obcecada, interpretó eso como permiso para el genocidio y disparó a mansalva, por seis minutos, sobre la inerme población. Pistolas, rifles, ametralladoras de guerra escribieron con sangre la biografía de la urbe, reconociéndola cívicamente contestaría y heroica.
Ninguna duda: temeroso de que lo abatiera el pueblo, como ocurría a sus colegas sátrapas Ubico (Guatemala) y Martínez (El Salvador), que cayeron en esos días, Carías optó por borronar con sangre el presente, conducta antidemocrática tradicional de los conservadores. Eso le permitiría negociar con la suprema potencia norteamericana una imagen pulcra, a la vez que les entregaba la esencia de la república, por vía de las empresas bananeras.
Fue Peraza quien redactó la síntesis justa y visionaria de aquel evento. “Su recuerdo” sentencia “es eterno y vivirá en el corazón de sus habitantes como una conciencia acusadora, esperando el castigo que tarde o temprano tendrá que llegarle a los malvados”.