Columnistas

El mundo que fuimos

Hasta la década de 1960 los automóviles exhibían la palanca de cambios de velocidad a la diestra del volante (no al piso), que por cierto era de doble circunferencia que los actuales, formidables ruedas de molino o barcaza que se debía maniobrar. Mostraba el brazo por la ventana el conductor para advertir que giraría a derecha (dedos hacia arriba, en ángulo de 45°), o al suelo (similar ángulo) si la intención era a izquierda, adicional a que bajaba la palma y la extendía para indicar stop. Lenguaje de signos indiciales, cual describe la semiótica al recordar que la ciudad (la urbe como texto) es una construcción humana con señas complejas que reflejan los modos con que cada cultura organiza sus percepciones, afectos y relación con el entorno natural y social. Se pasaba de luz baja a alta planchando con el pie izquierdo un botoncito sembrado al suelo del auto y los chabacanos hacían broma de que en al año ochenta los vehículos para mujeres carecerían de luces de vía pues ellas para nada lo ocupaban; fémina al volante era por entonces peligro mayor.

Circulaban escasos vehículos en la costa norte y se los reconocía a distancia: ese es Claudio Ferrera que viene, ese es Roberto Elvir que va, y las chicas obvio que comentaban, loquitas, viendo pasar un Coupé Chevy o un Mustang, bellos y descapotables.

Muchos padres creían riesgoso que los hijos estudiaran en la escuela Pablo Menzel, podían volverse evangélicos, ya que la tradición obligaba a la catolicidad, y de allí que prefirieran al San Vicente de Paúl (luego La Salle de varones), donde igual se harían brutos. Para Semana Santa se imponían el silencio y el orden no sólo del espíritu sino social: bajar la voz pues los gritos herían a Cristo yacente; no bañarse durante los tres días graves, era ofensa al Maestro; ni cocinar ni ingerir carne (¡sacrilegio pues sería carne del Redentor!), excepto sardinas mejor si compradas en comisariatos de la bananera, ni palmear tortillas, comer sólo tamales de viaje, no emborracharse ni (transgresión extrema) copular. Debía controlarse al cuerpo y la mente, envilecidos desde el pecado original. Mágica estupidez con que fuimos criados.

Complejo era viajar pues salías al exterior sólo con visa oficial, guardando al retorno sumo cuidado con los objetos portados, especialmente libros, ni dios guarde que subversivos. El inspector de aduana, ignorante en la materia, revisaba las obras escritas una a una y las iba devolviendo o confiscando, siendo famoso el chiste de que detenía títulos como “la revolución industrial” y permitía “La sagrada familia” de Marx y Engels. Humillante experiencia para lectores e intelectuales.

Y a la vez el terror de calle. Ciertas tardes, a inicio de año, aparecían súbitos por avenidas gruesos camiones con soldados de fusil y pertrecho que se afanaban en raptar jóvenes, mayormente adolescentes, para forzarlos a cumplir servicio militar en los batallones. Los perseguían por avenidas, los correteaban, se ensañaban contra los colegios nocturnos porque eran de clase media o baja, jamás intentaron lo mismo ante los institutos de pro o clase alta. Habrá que levantar un día el monumento al inventor de esa idiotez pública.

Gracias, Padre, por enterrar aquellos días en la timba del tiempo.