Decidí hablar de las campañas políticas hasta pasadas las elecciones generales para que no se prestara a interpretaciones incorrectas. Sea cual sea el resultado final de estos comicios en cada uno de sus puestos, creo que las campañas en sí mismas dejan un solo derrotado: el pueblo hondureño. Este ha sido nuevamente tratado como una masa amorfa, incapaz de comprender los alcances de su decisión en una urna.
Como si se tratara de una recreación del castigo de Sísifo, una vez más nos ha tocado cargar sin ningún sentido, sin ninguna esperanza y sin ninguna alegría una roca pesada hasta la cima para que caiga al vacío y otra vez ir por ella. Así como ha sido siempre.
Esto de hablar de lo mismo, querido lector, a mí me sonroja. Pero no puedo obviar lo que aquí ha sucedido, y en mi defensa, mientras suceda lo mismo, ¿de qué otra cosa puedo yo hablarles?
Entrando en materia, las campañas, en general, han tenido un bajísimo nivel intelectual y propositivo. De nuevo se ha tratado de convencer a las personas con canciones, intentando implantar un ritmo y, con él, un rostro y un nombre. Algo que debería (y puede) regularse. Creo que bien podría evitarse con simplemente pedir el voto y que no exista la publicidad política sin propuestas concretas hacia la población. ¿Es tan difícil? No podemos vender el futuro del país como si fuera una bebida refrescante o un producto de limpieza.
Al resto de publicidades les valen esos recursos, pero aquí estamos hablando de la línea que divide la pobreza de la dignidad. Aunque debemos recordar que es probable que los esquemas mentales de las personas ya estén tan comercializados que les resulte natural la venta de una idea política como se si tratase de un champú. No hago alusión a un lavado de cabezas, por cierto.
Y creo que esto es un asunto clave porque los procesos de propaganda política son una parte importante de la democracia. Es más, la realidad de estas propagandas es una sintomatología de la salud política del país.
Algunas campañas se han basado en el miedo, valiéndose del desconocimiento de las ideas políticas de las personas. Debo confesar que en algún momento me sentí en los años ochenta oyendo anuncios anticomunistas, en una evidente falacia del hombre de paja. E incluso, tristemente se ha usado el nombre de Dios en vano, faltando al segundo mandamiento.
También es cierto que no hubo un gran debate, y ese es un hecho que por sí solo desnuda lo que se nos ha ofrecido: nada. Pero claro, si no hemos llegado ni al diálogo, es muy difícil que lleguemos al debate.
Cada ciudadano en las urnas es el que ha decidido si merece esas campañas de tan bajo nivel. Esa fórmula se sigue aplicando porque hasta hoy ha funcionado, y de haber funcionado esta vez, simplemente seguirá siendo así. Sísifo, ¿se acuerda?
Aunque el mito es griego, el escritor argelino Albert Camus escribió, basándose en él, uno de sus ensayos más reconocidos: “El mito de Sísifo”, donde piensa lo absurdo de la vida a través de ese bucle infinito. ¿No estaremos viviendo las campañas y, en consecuencia, la democracia de lo absurdo? Es que, si nada cambia y no se refleja en acciones concretas a favor de las personas, estamos frente a eso.
Cada cuatro año cargamos con el peso económico, moral, intelectual y hasta con el peso de la intranquilidad para alcanzar la cima, tirarlo al vacío y volver por él solo porque sí. Absurdo, ¿no?
Como si se tratara de una recreación del castigo de Sísifo, una vez más nos ha tocado cargar sin ningún sentido, sin ninguna esperanza y sin ninguna alegría una roca pesada hasta la cima para que caiga al vacío y otra vez ir por ella. Así como ha sido siempre.
Esto de hablar de lo mismo, querido lector, a mí me sonroja. Pero no puedo obviar lo que aquí ha sucedido, y en mi defensa, mientras suceda lo mismo, ¿de qué otra cosa puedo yo hablarles?
Entrando en materia, las campañas, en general, han tenido un bajísimo nivel intelectual y propositivo. De nuevo se ha tratado de convencer a las personas con canciones, intentando implantar un ritmo y, con él, un rostro y un nombre. Algo que debería (y puede) regularse. Creo que bien podría evitarse con simplemente pedir el voto y que no exista la publicidad política sin propuestas concretas hacia la población. ¿Es tan difícil? No podemos vender el futuro del país como si fuera una bebida refrescante o un producto de limpieza.
Al resto de publicidades les valen esos recursos, pero aquí estamos hablando de la línea que divide la pobreza de la dignidad. Aunque debemos recordar que es probable que los esquemas mentales de las personas ya estén tan comercializados que les resulte natural la venta de una idea política como se si tratase de un champú. No hago alusión a un lavado de cabezas, por cierto.
Y creo que esto es un asunto clave porque los procesos de propaganda política son una parte importante de la democracia. Es más, la realidad de estas propagandas es una sintomatología de la salud política del país.
Algunas campañas se han basado en el miedo, valiéndose del desconocimiento de las ideas políticas de las personas. Debo confesar que en algún momento me sentí en los años ochenta oyendo anuncios anticomunistas, en una evidente falacia del hombre de paja. E incluso, tristemente se ha usado el nombre de Dios en vano, faltando al segundo mandamiento.
También es cierto que no hubo un gran debate, y ese es un hecho que por sí solo desnuda lo que se nos ha ofrecido: nada. Pero claro, si no hemos llegado ni al diálogo, es muy difícil que lleguemos al debate.
Cada ciudadano en las urnas es el que ha decidido si merece esas campañas de tan bajo nivel. Esa fórmula se sigue aplicando porque hasta hoy ha funcionado, y de haber funcionado esta vez, simplemente seguirá siendo así. Sísifo, ¿se acuerda?
Aunque el mito es griego, el escritor argelino Albert Camus escribió, basándose en él, uno de sus ensayos más reconocidos: “El mito de Sísifo”, donde piensa lo absurdo de la vida a través de ese bucle infinito. ¿No estaremos viviendo las campañas y, en consecuencia, la democracia de lo absurdo? Es que, si nada cambia y no se refleja en acciones concretas a favor de las personas, estamos frente a eso.
Cada cuatro año cargamos con el peso económico, moral, intelectual y hasta con el peso de la intranquilidad para alcanzar la cima, tirarlo al vacío y volver por él solo porque sí. Absurdo, ¿no?