Columnistas

La vieja casa presidencial de Tegucigalpa (las hubo en otras urbes), alzada por el gobernante Francisco Bertrand entre 1916 y 1922, exhibe dos balcones de piedra al frontis, siendo este como templete de cúpula (cual templo) que los estudiosos aún no definen si es copia de cierta moderada arquitectura morisca ––idea más aceptada— o de trazos europeos, a estilo del Royal Pavilion de Brighton (Inglaterra) o del santuario San Pietro, en Roma. Fuera lo que inspirara al diseñador, Augusto Bressani, lo cierto es que en ambos de sus seis balcones principales se escribió mucha historia moderna nacional ya que era desde allí donde los mandatarios discursaban y arengaban, se asomaban a la hosca realidad ––ellos, usualmente encerrados entre cúpulas de adulación— y se bañaban de multitud. Rafael López Gutiérrez, su primer residente (1920-1924), enfrentó desde allí, antes de boquear el último suspiro, la furiosa arremetida constitucionalista de Dionisio Gutiérrez, Tiburcio Carías, Tosta y Ferrera, probablemente la más sangrienta de las revoluciones hondureñas.

Miguel Paz Baraona (1925-1929) salió a uno de esos miradores rosados para condenar la revolución que le había orquestado el montonero Gregorio Ferrera, y allí mismo el doctor Vicente Mejía Colindres (1929-1933) habrá pedido a sus huestes tener paciencia con las dolamas del Estado, lleno de deudas, previo a que Ferrera otra vez, alquilado por las bananeras, iniciara una nueva, su postrera, lucha civil. Y quién duda que el General Carías, en su primer mandato legal (1933-1936), habrá tirado su vozarrón montañero encima de las multitudes que lo aclamaban antes de convertirse en odiado dictador (1936-1948).

Eran épocas de discursos recios y conceptos sustanciales, herencia probable de la escuela del sumo orador ístmico Álvaro Contreras. La promesa significativa era entonces la paz, ansiada por los pueblos. Y luego vendría Ramón Villeda Morales (1957-1963), melódico orador de mímica par, autor de hermosas metáforas que dormecían multitudes y hacían soñar con el Estado popular de bienestar democrático, el único ofrecido por un político local. Salas y espejos de la casa de mando se estremecían con aquellas voluntades colectivas, la cuesta al palacete de gobierno se inundaba con hambrientos de amor social. El último que proclamó allí un nuevo orbe neoliberal de felicidad inevitable, R. Leonardo Callejas, hace 25 años, convirtió al edificio en museo pues debió visualizar desde sus simétricas arcadas y troneras las inmensas hordas de pobres que venían del futuro para reclamar justicia en las calles, que recurrían a la violencia para sobrevivir y se entintaban con sangre, mucha sangre, previo a cruzar la frontera en humillantes caravanas de desesperados que partían en busca del pan, del trabajo, la escuela y la sanidad que la patria les había negado. Qué triste ha de ser para el presente mandatario el terror de salir a ese u otro balcón metafórico para conversar con su pueblo y encontrar que lo insulta y abuchea y abomina, que le canta un canto de repudio que el desengaño le educó y que repite constantemente como augurio, como mantra de esperanza de salvación. Será que ningún tirano merece el derecho de asomar al balcón de la historia.

Tags: