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Cuando los defensores de DD HH se van al gobierno

Conversando con un colega ecuatoriano sobre la política latinoamericana, nos dimos cuenta de un peculiar fenómeno: muchos defensores de derechos humanos suelen saltar del activismo social a formar parte de gobiernos de izquierda. Es evidente que el movimiento social progresista comparte creencias e ideas con los políticos de izquierda. Esto no es nada nuevo, la izquierda latinoamericana se ha nutrido por décadas de estudiantes, académicos, campesinos y sindicalistas. Lo que es nuevo es que hoy se suman activistas de derechos humanos, feministas, indígenas y LGBT.

Como muchos de los cambios que ha habido durante este año de transición en Honduras, este fenómeno está produciendo efectos y tendrá consecuencias. Aunque no creo que sea premeditado o planeado, más bien es producto de las circunstancias, ante la necesidad de un nuevo gobierno de tener personal técnico, de comunicar mediante influencers sociales y de mostrar una cara de inclusión. Todo activista social tiene un objetivo primordial: incidir para lograr un cambio. Una persona que ha luchado contra un sistema excluyente, al encontrarse con la oportunidad de cambiar las cosas desde adentro, no vacilará en aceptar un puesto público. Esta es una decisión natural y racional que muchos tomaríamos.

Sin embargo, en un país con una fuerte tradición de concentración del poder, los activistas sociales convertidos en burócratas deben reconocer que su sobrevivencia material está amarrada a las reglas del juego político. Es decir, no pueden oponerse a la línea del partido del gobierno o denunciar alguna arbitrariedad del poder dominante sin verse socialmente castigados y excluidos.

Psicólogos sociales como Philip Zimbardo han estudiado con detenimiento el efecto que tiene el contexto situacional que vive una persona como determinante de su comportamiento por encima de las características individuales (material genético, carácter, rasgos de personalidad), incluso llegando a cometer actos de crueldad y maldad.

Ahora bien, ¿qué efectos produce en nuestra endeble democracia? Pues, el más directo es que el defensor de derechos humanos se convierte en defensor del poder. A partir de ahí surgen una serie de efectos colaterales, como el debilitamiento del mismo movimiento de derechos humanos; la autocensura de voces históricamente disidentes; la complicidad pasiva a violaciones de grupos vulnerables como mujeres o etnias; la falta del control social tan necesario para combatir la corrupción; e incluso, contrapesos sociales que pongan freno a leyes que reprimen derechos y libertades.

Estos resultados no son especulativos, ya han sucedido en países como Ecuador y El Salvador. Lo más trágico es que al finalizar los gobiernos, muchos activistas no lograron regresar a ser defensores de derechos humanos porque han perdido credibilidad o son prófugos de la justicia. Esperemos que eso no suceda en Honduras.