Columnistas

Caribe pecaminoso

Cancún, al oriente de México, fue ciudad enteramente planificada por el gobierno central y banqueros en 1974, y que adquirió, tras una década, fama de centro internacional turístico. Allí el Grupo Contadora consensuó su histórico Plan de Paz para la pacificación en Centroamérica y que dio paso a la firma de acuerdos conciliatorios entre Honduras, Nicaragua, Guatemala y El Salvador, estos últimos tres envueltos en cruentas guerras civiles.

Pero aquel paraíso caribeño de 100 hoteles y 25,000 habitaciones pronto empezó a ser deteriorado por precisamente… la mano del hombre. La zona está hoy deforestada, pues se acabó con casi la totalidad del manglar costero; el volumen de desechos sólidos sobrepasa la capacidad municipal de manejo; en el año 2016 registró más de mil asesinatos, la mayoría desatados por enfrentamientos entre fulanos del crimen organizado -que administra el juego y la prostitución-, así como del narcotráfico. A la mala, Cancún justifica su nombre maya (kaan y kuum: olla de serpientes) y es historia similar a la de Ocho Ríos, en Jamaica, cundida por turistas a quienes, ya sin pudor ni temor, se ofrece en la playa mota y coca.

Noticias alarmantes insisten en que esa misma ruta sigue Roatán. Ocurren riesgos elevados de que su plataforma de coral, segunda en el orbe y compartida por Guatemala y Belice, reciba daños irreparables por exceso de buceadores descuidados y vibraciones generadas por naves marinas. La basura ya es obvia en la arena de las playas, que solo algunos balnearios rastrillan para impedir el desarrollo de mosquitos, zancudos y jejenes, que son ahora plaga insoportable. La estadística de delitos a la propiedad y crímenes contra humanos asciende año tras año. Y eso para no citar los absurdos y elevados costos de todo, desproporcionados, que asustan a quienes cometen el error -ya puede hablarse así- de ingresar a la isla, donde no es extraño -como si el viajero portara maletas con dólares- que la factura de un simple y llano plato de bocadillos o tapas ascienda a la ridiculez.

Y cual consecuencia o corolario, a pesar del disgusto de la población sana, los sitios turísticos comienzan a ser invadidos, cada vez más, por gringos y europeos vulgares y malcriados, propensos a soltar tacos y groserías sin discriminación frente a niños, mujeres y ancianos, cuando no crudamente borrachos o en ropas menores tendidos a vista pública.

De no ponerse en vigencia y práctica un edicto municipal, o estatal, de respeto y convivencia, Roatán irá adquiriendo a velocidad el burdo prestigio de burdel que en épocas cercanas se otorgara a urbes marinas como Marsella y La Habana, o a mediterráneas como Denver, Las Vegas (EUA), Bangkok (Tailandia) y el Rosse Buurt (barrio rojo) de Ámsterdam, vendedoras de vicio.

Pululan iglesias evangélicas en Roatán, como hay sinagogas en la residencial Shapira de Jerusalén, donde brotan gozosas las oportunidades de sexo sin discriminación, y uno concluye preguntándose (del mismo modo que te interrogas para qué sirvieron las canciones ecologistas de Guillermo Ánderson en el basural de La Ceiba): ¿triunfarán sobre las buenas costumbres los apetitos de beodos y perversos? ¿Hasta dónde el turismo de marihuana y lujuria edifica una sociedad?