Dirigía este humilde servidor ––entonces más humilde que ahora–– el Departamento de Letras de la UNAH en 1972 cuando lo sorprendió un bello sobre lacrado con el logotipo (impreso con plantilla de tinta) del Consejo Superior Universitario Centroamericano, CSUCA (órgano directivo de la Confederación Universitaria Centroamericana), y mediante el cual se le invitaba a participar en una conferencia sobre educación en Costa Rica, dos meses más tarde, gastos pagados.
Debió ser un evento aburrido, o excesivamente elevado para mi comprensión, pues en los estantes de mi memoria de 75 años nada hay guardado. En cambio, para aquel provinciano “cipote” de 00 que apenas si conocía Tegucigalpa y El Salvador, la maravilla del hallazgo de otro concepto de la existencia geosocial, el de Centroamérica, fue extraordinario, prácticamente semejante a los descubrimientos de un baño lustral. Baño lustral… ¿qué es eso?
En antiguo era práctica orisha (esclavos africanos), cuando introducían a alguien en bañera con flores, especias e incienso para que, vaciando la tina, se fueran al desagüe pecados y malos espíritus. Los gentiles (no cristianos) llamaban así al agua en que apagaban un tizón ardiente de la hoguera de sacrificios. Le atribuían virtudes “y se servían de ella a menudo en ceremonias, rociando al pueblo, al modo que se hace entre nosotros con agua bendita”. A baños térmicos y lustrales de Roma iban embarazadas para rogar ayuda celeste y confesar faltas, y entre jóvenes metafísicos es hoy la iluminación, un despertar o acceso a lo innegable y sustantivo del conocimiento universal, tarot al medio por veces. “No he ido al baño lustral que todo purifica” confiesa Darío en “Poesía completa”.
Durante el siglo XIX, el término significaba viajar a Europa, y particularmente a la luminosa París, ya fueran parejas de recién casados o jóvenes o viejos que buscaban iluminación académica y espiritual. París de virtud y perversiones, su abundancia de todo permitía más prontos accesos a la maduración personal, fuera con sanidad o vicio.
Luego de intensas pláticas sobre Honduras y su destino, Marcos Carías y su bella compañera Marielos Chaverri me transportaron esa noche, tras el congreso en San José, al agite público de un bailongo, democrática congregación de danza, risa y ron en la segunda avenida de San José. Abrí la boca, boca física y de espiritualidad: se bailaba allí “marcado”, especie de swing local como nunca había visto y eran esplendorosas las ticas danzantes, dulces como albor, que iluminaban la escena sembrando admiración su belleza.
Gracias a la guía de Marco y Marielos, a la mañana siguiente reflexioné que Costa Rica —donde posteriormente laboré muchos años— es una particular noción de lo centroamericano. Sus instituciones respetables y carencia de dictaduras, sus ricas librerías y la bendecida ausencia de un ejército costoso y represor, que por ello se le erradicó, así como la vocación de su sociedad por la educación y la cultura, forman el sustento de una personalidad colectiva en general inteligente y creativa.
Aunque ha cambiado mucho y empieza a sufrir muchos de los flagelos del resto del istmo, el país sigue siendo un ejemplo, por lo menos centroamericano, al que debemos volver la vista para modelar nuestro porvenir