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Aquellos mis diciembres

Cada quien tiene distintas y muy personales formas de recordar los diciembres de su lejana o más cercana infancia. La alegría de esta época única en el año, con sus celebraciones y regalos, en contraste con la de quienes, entre privaciones y dificultades de sus padres y madres, miraban de lejos la dicha del resto..., aunque no siempre.Yo tuve la fortuna de contar con distintas perspectivas de esta temporada.

Como ocurre con frecuencia, en la unión de mi padre Raúl y mi madre Elizabeth, se conjugaron dos visiones del mundo, con muchas similitudes y no pocas diferencias.

En la casa de mis abuelos maternos, la Navidad empezaba desde que un minucioso papá Miguel construía el nacimiento en su casa. Con manos cuidadosas, el viejo relojero y orfebre preparaba un rincón apropiado del hogar para ubicar las antiguas figuritas de pastores, ovejas, ángeles, que rodearían el pesebre en que una vaca, un borrico, una delicada María, un solemne José y un pequeño recién nacido, representarían la escena principal de la celebración decembrina.

El niño no se colocaba sino hasta después de las 12 de la noche del 24 de diciembre y los Reyes Magos se ubicaban lejanos por mientras el calendario llegaba al 6 de enero, pues sería hasta entonces que se acercarían al pequeñín para rendirle homenaje. Originalmente él no colocaba ni adornaba arbolito -cuenta mi madre- y esa costumbre la incorporó años después, con la llegada de los nietos.

Esa fue la etapa que yo conocí (con regalitos al pie de la ramita, antes del 24), con la mesa puesta y puerta abierta, para la familia y los vecinos.En la casa de la abuela paterna, Paula Valentina, no se elaboraba el portal de Belén, pero fue ahí donde supe de las posadas y las visitas de los peregrinos, del niño que se robaban y luego aparecía en otra casa.

Conocí los rezos y de regalos que no se entregaban el 24 ni el 25 de diciembre, sino hasta el 6 de enero, pues estos los traían desde muy lejos los Magos de Oriente. No recuerdo un árbol de Navidad en la casa de la abuela, pero sí su deliciosa comida navideña y el recibo de regalitos cuando ya nadie esperaba uno.

En las casas de mis amiguitos de la cuadra, se hacían nacimientos en unas y en otras solo el árbol, a veces ambos. Gracias a la oportuna insistencia de don Will y doña Elia, nuestros queridos vecinos, los niños y niñas de la colonia participamos en posadas y al menos una pastorela (en la que hice del atribulado José), quemamos una media docena de años viejos y disfrutamos de tradiciones que costaba mantener en una ciudad que crecía aceleradamente y se alejaba de ellas.

Afortunadamente, aprendimos de mis abuelos, de mis padres y de mis vecinos que lo más importante de aquellos diciembres era el compartir: nunca faltó un tamal, un obsequio, una puerta abierta, una torreja, cohetes y un abrazo cálido para quienes menos tenían, para quienes, en medio de sus privaciones y dificultades, se acercaron a nosotros para celebrar. Sí, aquellos diciembres me regalaron, además de recuerdos y tradiciones, el significado auténtico de la Navidad.