Hace 3,600 años una ovoide piedra helada descendió desde el universo a velocidad de sesenta mil kilómetros por hora sobre el valle de Jordán en antigua Palestina, ahora Israel. Los sacerdotes de entonces, ignorantes bárbaros pues sólo eso creían, imaginaron que era la mano de dios castigando dos urbes donde imperaba el sexo sobre el raciocinio y que según la Biblia eran Sodoma y Gomorra, sitio que los arqueólogos llaman hoy Tall el-Hammam, próximo al mar Muerto.
Fue un estallido bestial, mil veces mayor que la bomba atómica de EUA en Hiroshima, la furia del cosmos trotando brutal y que elevó la temperatura ambiente en treinta segundos a 3,600 °F. (2,000 °Celsius), las flamas derritiendo de súbito cuanto estuviera sobre la superficie (ropa, madera, metales, lanzas, adobe) según nota de BBCMundo. Sus ocho mil habitantes quedaron ciegos, las pupilas chamuscadas.
Una onda sísmica sacudió la zona, más poderosa que ningún terremoto sabido. Viento irascible asoló la urbe y demolió edificios lanzando escombros al siguiente valle; gentes y animales se evaporaron convertidos en astillas. A 22 km de Tall el-Hammam los aires de la explosión cayeron sobre Jericó y derrumbaron sus muros, calcinando hasta su base las viviendas.
No es novela ni imaginación, como pasa mucho en la Biblia, sino realidad académica. Acaba de ser publicado en la revista Scientific Reports, avalado por 21 expertos en diversas ramas: arqueólogos, geólogos, geoquímicos, geomorfólogos, mineralogistas, paleobotánicos, sedimentólogos, médicos y expertos en impacto cósmico, estos últimos para analizar y explicar el origen de un manto oscuro de metro y medio de espesor que cubre los despojos y que se descubrió es un derretido de carbón, ceniza, adobe y cerámica. Se sabe que es una capa de destrucción acumulada que no pueden originar nunca una guerra, un terremoto o un volcán. El impacto fue evidentemente producido por una ciclópea energía cósmica.
Tal fuerza bajó concentrada en un pequeño asteroide que en segundos, debido a la alta presión y calor (1,500 °C), transformó rocas, madera y plantas licuándolas en una materia fina y granular parecida a los diamantes. La sal y los tóxicos que produjo el suceso impidieron que por 600 años viviera nadie o se cultivara en la zona, tal como había ocurrido antes en Tunguska, donde un meteorito superior provocó extinción de los dinosaurios.
Esto coloca en sospecha lo relatado por la Biblia: “Jehová hizo llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego desde los cielos” y las destruyó, y “toda aquella llanura, con los moradores de aquellas ciudades y el fruto de la tierra” (Génesis 19). No hay duda ninguna, afirman los estudiosos, que a siglos del acontecimiento el metafórico pueblo hebreo dio al caso interpretación teológica.
Lo cautivante del fenómeno es que -aunque nos convirtamos en castos, puros e incluso santos- apocalipsis similar puede ocurrir nuevamente ya que allá afuera de nuestro planeta circundan 26,000 asteroides y un centenar de cometas, más otros millones aún no detectados por la ciencia astronómica. Uno de esos chocará inevitablemente contra la Tierra pero incluso así, quién duda, sobrevivirá un creyente necio para afirmar que destrucción tan cruel es obra de Dios.
Fue un estallido bestial, mil veces mayor que la bomba atómica de EUA en Hiroshima, la furia del cosmos trotando brutal y que elevó la temperatura ambiente en treinta segundos a 3,600 °F. (2,000 °Celsius), las flamas derritiendo de súbito cuanto estuviera sobre la superficie (ropa, madera, metales, lanzas, adobe) según nota de BBCMundo. Sus ocho mil habitantes quedaron ciegos, las pupilas chamuscadas.
Una onda sísmica sacudió la zona, más poderosa que ningún terremoto sabido. Viento irascible asoló la urbe y demolió edificios lanzando escombros al siguiente valle; gentes y animales se evaporaron convertidos en astillas. A 22 km de Tall el-Hammam los aires de la explosión cayeron sobre Jericó y derrumbaron sus muros, calcinando hasta su base las viviendas.
No es novela ni imaginación, como pasa mucho en la Biblia, sino realidad académica. Acaba de ser publicado en la revista Scientific Reports, avalado por 21 expertos en diversas ramas: arqueólogos, geólogos, geoquímicos, geomorfólogos, mineralogistas, paleobotánicos, sedimentólogos, médicos y expertos en impacto cósmico, estos últimos para analizar y explicar el origen de un manto oscuro de metro y medio de espesor que cubre los despojos y que se descubrió es un derretido de carbón, ceniza, adobe y cerámica. Se sabe que es una capa de destrucción acumulada que no pueden originar nunca una guerra, un terremoto o un volcán. El impacto fue evidentemente producido por una ciclópea energía cósmica.
Tal fuerza bajó concentrada en un pequeño asteroide que en segundos, debido a la alta presión y calor (1,500 °C), transformó rocas, madera y plantas licuándolas en una materia fina y granular parecida a los diamantes. La sal y los tóxicos que produjo el suceso impidieron que por 600 años viviera nadie o se cultivara en la zona, tal como había ocurrido antes en Tunguska, donde un meteorito superior provocó extinción de los dinosaurios.
Esto coloca en sospecha lo relatado por la Biblia: “Jehová hizo llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego desde los cielos” y las destruyó, y “toda aquella llanura, con los moradores de aquellas ciudades y el fruto de la tierra” (Génesis 19). No hay duda ninguna, afirman los estudiosos, que a siglos del acontecimiento el metafórico pueblo hebreo dio al caso interpretación teológica.
Lo cautivante del fenómeno es que -aunque nos convirtamos en castos, puros e incluso santos- apocalipsis similar puede ocurrir nuevamente ya que allá afuera de nuestro planeta circundan 26,000 asteroides y un centenar de cometas, más otros millones aún no detectados por la ciencia astronómica. Uno de esos chocará inevitablemente contra la Tierra pero incluso así, quién duda, sobrevivirá un creyente necio para afirmar que destrucción tan cruel es obra de Dios.