Nunca es tarde para aprender, rectificar, resarcir y hasta perdonar. Quizá en varios aspectos de la vida pueda ser así, pero en lo que a delitos electorales se refiere, no precisamente. Aquello, por mayor que sea el arrepentimiento consiguiente, puede resultar irrelevante o extemporáneo; inútil, en todo caso. Que no hubiera nada que rectificar, que el resarcimiento estuviera por verse, y el perdón, ¿a quién puede importarle si no se lograra recuperar lo vedado, que es el cargo en el que se fue elegido por el voto popular y el que no se asumiría como consecuencia del delito electoral? Solo el descubrimiento oportuno, la investigación eficaz, la condena judicial y el castigo legal e implacable, quizá, impedirían el efecto del ilícito en el caso concreto, si es que se realiza en tiempo, y tardíamente, si se llega a descubrir. Al menos es de esperar que potenciales delitos consiguieran ser disuadidos en el futuro mediante el señalamiento efectivo y responsable. Tiene que haber castigo ejemplar para los que distorsionen la voluntad popular manifiesta en las urnas. Los delitos consumados, unos descubiertos, otros sin conocerse, dejados al olvido por la falta de confianza en el sistema han sido característicos de los resultados en todas las justas electorales contemporáneas, hasta ahora, cuando parece que ha crecido la concienciación del daño a la democracia y a la sociedad que deriva de los delitos electorales. Quien hace fraude para llegar, hará fraude para quedarse. Y, en tanto, su interés personal estará por encima del colectivo. Está probado. Los esfuerzos de los ciudadanos afectados como los de los órganos electorales están resultando insuficientes. Solo una ciudadanía activa en el tema podría lograrlo para las próximas elecciones. Por la transparencia electoral, a la unidad nacional.