Columnistas

El coronavirus dinamita las certezas de la sociedad

El coronavirus nos ha quitado una de nuestras certezas más atesoradas. Si algo es emblemático de la sociedad capitalista actual es la libertad individual, la convicción de que cada uno tiene control sobre su vida y decide qué hacer con ella. Pero hasta un pequeño pedazo de ARN puede definir nuestra forma de interactuar, confinarnos en nuestra casa, un espacio que se redefine a medida que se extiende la cuarentena: el lugar de descanso añorado es hoy un área de confinamiento de la que se añora salir. A partir de esto empiezan también a dinamitarse esas cosas que la sociedad del consumo nos ha enseñado que son las más importantes de la existencia: todos nuestros empleos están en riesgo, las rutinas de compras, la economía (esa religión del capitalismo) está en vilo y, por tanto, hasta nuestro propio futuro ahora parece incierto (ese futuro por el que muchas veces se nos ha instado a sacrificar el presente).

Estamos viviendo en la incertidumbre porque el virus nos ha quitado la ingenua certeza de que lo controlamos todo, incluso el futuro. Esto pasará, sin duda. No volveremos a ser los mismos en mucho tiempo, pero volveremos a tener certezas que nos prodiguen la sensación de orden y estabilidad que teníamos antes. Sin embargo, vale la pena reflexionar sobre el miedo que tenemos ahora (a veces agazapo peligrosamente en silencio, como si al callarlo lo conjuráramos). Se trata de miedo al contagio, pero también hay algo más: su causa, la enfermedad, se magnifica porque también puede verse como una representación de la sociedad contemporánea. Es decir, podemos identificar nuestro orden social con aquello que nos puede matar. Vivimos en una sociedad globalizada, donde el contacto es fácil a pesar de la distancia. Esta posibilidad de contacto facilita el comercio y la vida, y está validada por un discurso del encuentro con el otro, de la tolerancia, para facilitar el comercio local e internacional.

Curiosamente la enfermedad se transmite por contacto, la pandemia es posible por la cercanía humana en los espacios vitales y por los flujos de personas de un país a otro. Esto obliga a mantener un distanciamiento social percibido como imposible en una sociedad de consumo donde el contacto cliente-vendedor es fundamental. Es necesario entonces redefinir los espacios donde se produce el intercambio, digitalizarlos. Este cambio prácticamente ya era un hecho en sociedades como la europea o norteamericana, en Honduras se está produciendo traumáticamente para muchos. Significa que toda una generación que no ha tenido fuertes vínculos con el mundo digital ahora debe insertarse en él con rapidez, es cuestión de supervivencia económica. Pero también es una causa de ansiedad generalizada.

La tasa de mortalidad del Covid-19 no es más grave que la de otras enfermedades como el dengue, pero el contagio masivo supone un gran gasto de recursos (por esto colapsan los sistemas de salud). Esta es al menos una curiosa ironía: el consumo es una actividad fundamental en nuestra sociedad, gastamos tantos recursos para mantener nuestra vida cotidiana que estamos destruyendo la Tierra que los provee, sin embargo, no hay suficientes recursos para tratarnos a todos cuando lo que está en juego es nuestra salud.

Existe la tenebrosa discusión sobre si el coronavirus es creación humana o natural. Lo que está fuera de duda es que la sociedad que hemos construido es la que permite las condiciones para que el virus mate a tantos y la amenace a ella misma. Existen los recursos para enfrentar una situación como esta, pero quienes han tomado las decisiones han optado por no destinarlos al sistema de salud pública. Se ha privilegiado el libre mercado incluso para proteger la vida humana. Esto en apariencia funciona perfectamente, sobre todo porque un solo ser humano que muere porque no logra costearse el tratamiento adecuado puede invisibilizarse en la rapidez con que transcurre el mundo. Es en situaciones como la actual donde se pone en evidencia que el libre mercado (sin un Estado fuerte capaz de regularlo cuando es necesario) ofrece una falsa seguridad al individuo, pues es incapaz de protegerlo cuando la enfermedad pone en vilo a la sociedad entera.

Vivimos en una sociedad que nos mantiene sin aliento, siempre nos estamos moviendo, siempre estamos haciendo algo. El sistema en que vivimos nos impone la rapidez, de lo contrario se nos excluye de la prosperidad. El virus supera el ritmo del mundo, su propagación es vertiginosa. Se mueve tan rápido que nos ha paralizado. Parece hecho para convivir con nosotros, en cierto sentido vive la existencia de un perfecto ciudadano capitalista. Pero también produce la enfermedad de la soledad. Los enfermos son aislados totalmente, y en caso de morir, mueren solos. Los velorios y el rito del entierro han dejado de ser espacios de consuelo mutuo, ahora también se dice adiós a los muertos en soledad. El virus ha construido con sus víctimas una caricatura trágica del típico adolescente que vive en las sombras de las redes sociales o de un oficinista que trabaja 16 horas frente a un ordenador, al lado de la vida que transcurre ajena.

El aislamiento y la incertidumbre han sacado la mejor y peor cara de nosotros, revela quiénes somos en realidad. Algunos se han convertido en héroes, como el personal de la salud y aquellos que ayudan a los sectores vulnerables en medio de la crisis. ¿Pero dónde están los políticos y caudillos amigos del pueblo en este momento? ¿En sus casas, con miedo a que “el otro” los contagie, esperando un año político para demostrar una conveniente solidaridad con los que la necesitan? Ahora es evidente quiénes entre los que están en el poder son culpables de las condiciones sociales paupérrimas con que el país enfrenta la crisis, porque aun cuando su vida también peligra no pueden reprimir su instinto primario de acumulación delictiva. En los barrios y las colonias, el miedo intensifica algo que ha estado siempre ahí: la desconfianza hacia el otro. Sospechamos que cualquiera nos puede contagiar, así que tendemos a alejarnos del otro incluso cuando no sabemos si está enfermo, pero sí que padece hambre y podríamos ayudarlo. Puede ser que el virus mate menos que nuestra indiferencia ante todo lo que pasa.

Esta pandemia ha desenmascarado a la sociedad del siglo XXI, nos está demostrando que tenemos que replantear nuestras prioridades, nuestra forma de vivir. Si mañana termina el peligro y volvemos a vivir como si no hubiera pasado nada, entonces habremos fracasado como sociedad.