Érase una vez -concretamente en los días mejores del año, la víspera de Navidad, el día de Nochebuena- en que en la vieja colonia cercana al complejo deportivo muchos andan con un semblante alegre, nadie pide porque muchos se vuelven solidarios. Se abre el camino entre los atestados senderos de la vida advirtiendo a todo sentimiento de simpatía humana.
El tiempo era frío, desapacible y cortante; además, con brisa. Se podía ver la gente afuera, caminando de un lado a otro con ansias, palmeándose el pecho y pateando el suelo para entrar en calor.
Los relojes de la ciudad acababan de dar las cinco, pero ya casi había oscurecido; no había habido luz en todo el día y las velas brillaban en las ventanas de las casas cercanas como manchas rojas en la espesa atmósfera sucia. Bajó la niebla y fluyó por todos los empalmes, de las grietas, ojos de cerradura, y en el exterior era tan densa que, aunque el patio era de los más estrechos, las casas de enfrente no eran más que sombras. Al ver como caía desmayadamente la sucia nube oscureciendo todo, se hubiera pensado que la naturaleza vivía cerca y estaba elaborando cerveza en gran escala.
La puerta de la esquina donde permanecía vendiendo nacatamales tenía un fuego muy escaso, estaba preocupado aún tenía 28 tamales por vender “¡Feliz Navidad, hermano; que Dios te guarde!”, exclamó una alegre voz. Era la voz de mi hermano Nelson Cruz, que apareció ante mí con tal rapidez, y preguntó ¿cuántos nacatamales hay? 28 tengo, respondí. “Dámelos, los llevo todos”.
Diciendo por último “celebra la Navidad a tu modo, que yo la celebraré al mío”. “¡Celebraré!”. Feliz Navidad. “¡Buenas tardes!” Entretanto la niebla y la oscuridad se habían intensificado de tal modo que unas cuantas personas corrían de un lado a otro. Se hizo invisible la antigua torre de una iglesia cuya vieja y ronca campana siempre estaba espiando sigilosamente en dirección a la escuela. El frío se extremó.