Opinión

Es innegable el progreso en el afianzamiento de las organizaciones políticas y sociales en Honduras y el mundo, que redunda en mejores condiciones de vida, en mayores libertades civiles y en el afianzamiento de la democracia como un sistema en el que las grandes masas poblaciones son las que eligen su destino.

Sin embargo, de vez en cuanto, aquí y en otros lares, los atavismos regresionistas todavía tienen el poder de imponer sus anacrónicas formas de ver el mundo, la política y el ejercicio del poder.

Una de esas formas retrógradas que en pleno siglo XXI, en la era de la información y del avance de la ciencia y la tecnología, aún tienen cabida en países tercermundistas como el nuestro es el caudillismo, el cacicazgo.

Es cierto que en la política nacional hondureña todavía quedan rescoldos de aquellos azarosos tiempos en que se le rendía culto a la personalidad de dirigentes montaraces que, por medio del poder
económico y de burdas artimañas políticas, se hacían del poder militar hasta convertirse en dueños de la vida y hacienda de todos.

Pero, en los momentos actuales, las peores y más fieles muestras de ese pasado de imposiciones se da en el área rural hondureña, con el agravante de que hoy la fuerza de los caudillos, los caciques, ya no viene de la riqueza acumulada por las explotaciones ganaderas o agrícolas, sino de fuentes tan infames como el narcotráfico y otros ilícitos.

Personajes que de la noche a la mañana se convirtieron en potentados, con inversiones millonarias individuales o en sociedades con empresarios de larga data; desconocidos que de pronto aparecen como cercanos al liderazgo político tradicional, son ahora verdaderos caciques que imponen en sus pueblos su absoluta voluntad, que se creen dueños del sentir y pensar de sus coterráneos.

Quienes se les oponen se atreven a criticarlos o a permitir que la ciudadanía los cuestione, ya no solo se cierran la puerta a un empleo público, a una beca para sus hijos u otro respaldo gubernamental directo. También ponen en riesgo sus negocios y hasta su misma seguridad personal y la de sus familias.

Si queremos mejorar la seguridad y contribuir al afianzamiento de la democracia, las autoridades nacionales deben enfrentar con firmeza a estos caciques rurales y un buen principio es sentar precedentes contra aquellos que ya han exhibido públicamente sus arrogancias, sus abusos, sus excesos.