En la antigüedad, las noticias buenas o malas que provenían de lejos viajaban a la velocidad que permitían los vientos a las velas de los barcos y conforme al galope o paso cansino de las bestias. El nacimiento de un príncipe heredero y la muerte de un monarca, el inicio de una guerra y la firma de la paz, desgracias, albricias, calamidades o hechos venturosos.
Podemos hacernos una idea con el tiempo que debió transcurrir para que los pliegos de la independencia centroamericana arribaran a las principales ciudades de la provincia hondureña: trece días después de suscrita en la capital de la Capitanía General, tardando varios días más para ser conocida en el extremo meridional del istmo.
Hoy, la información llega inmediatamente a la gente. La televisión nos ha convertido en espectadores de primera fila de la historia, que se desenvuelve “en directo, a todo color y alta definición” ante nuestros ojos. La inmediatez de las imágenes es tan poderosa que recuerdo como si fuera ayer mi admiración infantil ante la transmisión televisiva de la inauguración del Mundial de Fútbol 1974, rememorándola cada vez que soy testigo de un acontecimiento “en vivo”.
Nuestra generación ya está acostumbrada a ello. La explosión de una nave espacial, la caída del Muro de Berlín, las protestas de Tiannamen, el ataque a las Torres Gemelas, el genocidio ruandés y yugoslavo, las guerras en Medio Oriente, las manifestaciones de la primavera árabe, torneos de balompié y juegos olímpicos, un golpe de Estado… la lista es interminable.
Las imágenes y sus sonidos están disponibles hoy “en tiempo real” en los ordenadores mientras el “tuiteo” nos trae las novedades al teléfono portátil.
Los medios de comunicación modernos han facilitado el acceso a la información a la mayoría. A información que confiable o dudosa, oficial o alternativa, cierta o falsa. La calidad de la misma no depende únicamente de la fuente original, sino del canal de transmisión y los valores, principios y motivaciones que le inspiran. Para el caso, los “wikileaks” han puesto en relieve el valor de la libertad de expresión y del derecho al acceso a la información, frente a las razones de Estado que impiden el conocimiento de secretos y datos reservados. ¿Dónde está el límite y quién puede o debería establecerlo?
“Soy amigo de Platón, pero más amiga es la verdad”, decía Sócrates. Esta breve y poderosa frase debería ser la inspiración de quienes dedican su vida diaria a informar a los demás, sin importar el lugar donde se encuentren y el medio utilizado.
¿Por qué seguir llamando “asamblea informativa” a una “huelga”? ¿“Publicidad institucional” a la “propaganda política con recursos públicos”? ¿“Información objetiva” a la nota de prensa tendenciosa? ¿“Mostrar lo ocurrido” a las imágenes que hacen apología de la violencia?
Hoy, más que nunca, no se puede ocultar a la gente lo obvio. Más temprano que tarde descubrirán la verdad que se les escamotea y, como bien enseña la Historia, harán justicia implacable a quienes llamaron al pan, pan y al vino, vino.