Siempre

Otoniel Guevara presenta “Despiadada ciudad”, un libro con amorosos poderes

Durante el lanzamiento que tuvo lugar en la Feria del Libro organizada por el Centro Cultural de España en Tegucigalpa, el autor conversó con el poeta Livio Ramírez
04.05.2023

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- En poesía, Otoniel Guevara es, para ponerlo en buen hondureño, “la mera ver...”. O, para decirlo de una manera más refinada —pues el lector merece respeto—, todo lo que escribe lo hace magia.

Con sus versos teje una hamaca en la que nos podemos acostar y dormir profundamente, transportados por el poder de la muerte en una ciudad perdida bajo una noche estrellada mientras los curiosos nos observan desde ventanas y ventanitas.

Resulta que Oto, como lo llamamos quienes lo queremos, o lo admiramos, o quisiéramos escribir como él, acaba de presentar en Tegucigalpa “Despiadada ciudad”, un librazo de principio a fin.

El prólogo es nada menos que de Juan Ramón Saravia. El bautizo lo hizo nada menos que el maestro Livio Ramírez.

En 1984, cuando Francia ganó la Eurocopa (lo recuerdo porque la figura fue Michel Platini, por quien yo me hice fanático de la Juventus de Turín), Oto, con apenas diecisiete años, nos cuenta Saravia, dejó las pistolitas de mentiras por las de verdad, y se metió al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, para más señas, el FMLN.

No hay combinación más peligrosa que la de ser guerrillero—poeta o poeta—guerrillero en una sociedad que le tiene pavor a la palabra que libera. Por fortuna para nuestros ojos, Oto sí la está contando, algo que muchísimas almas nobles, con Roque Dalton a la cabeza, lamentablemente no.

En “Despiadada ciudad” (su título se debe al choque que produce el cambio del monte a lo urbano), no se equivoquen, hay muchos versos políticos, que no es lo mismo que versos escritos por un político, porque los políticos no hacen versos, pero sí tergiversan. Las pretensiones de Oto son mucho más amorosas y tienen un toque casi infantil.

Por eso, en su corto poema “Me postulo para presidente”, escribe:

Me postulo para presidente

Para que los pájaros exporten su bullicio

Para que los ancianos borden sus patinetas

Para que a la luna no le falten amantes

Para que cada ciudadano sea su propio poeta.

¡Díganme si no es algo bello! ¡Ya quisiéramos tener un presidente (o presidenta), así.

Con su colita de rockero, o de hippie, o de rebelde con causa, Oto confiesa que “eso que escribí de postularme fue una broma”.

Escrito en el tiempo posterior al final de la guerra civil salvadoreña (comenzó a darle forma en 1992), que dejó miles de muertos, miles de desaparecidos, miles de familias fragmentadas, miles, más bien, millones, millones de corazones rotos, “Despiadada ciudad” —señala Oto— no es un libro, sino “un armazón de pequeñas escrituras que se juntaron, así como un equipo de fútbol”.

Yo lamento, lo confieso, no estar a la altura de las circunstancias, pues estas líneas no reflejan la calidad de lo que Oto escribe.

Pero luego, sin querer, él mismo me tranquiliza: “Si hay algo que detesto, algo a lo que le huyo, eso es la solemnidad. No va conmigo”.

Hablamos del amor, de la guerra, de la solidaridad, de lo jodido que fue encontrarse de repente con que ya no había guerra... y tampoco paz.

“Es que firmaron unos Acuerdos de Paz, pero la realidad es que paz nunca ha habido en El Salvador”, dice.

Mirá —agrega Oto—: “se termina la guerra y todos quedamos cargando un montón de cadáveres, hermanos, compañeros, conocidos, familiares, que murieron o que desaparecieron. Yo quedé perdido, frustrado, andaba buscando que me mataran”.

Se ríe, pero vuelve a ponerse “solemne” y explica que lo que pasó es que “quedamos locos, éramos personas que todo lo arreglábamos a balazos. ¿Te imaginás? Y nadie recibió asistencia psicológica. Miles de personas que lo único que sabían hacer era la guerra”.

Escribir fue para Oto como ir al psiquiatra.

Así escribió desaparecidos, que me da escalofríos, como si mil ciempiés me recorrieran el cuerpo.

“Sus hijos no terminan de ser huérfanos ni sus maridos viudos ni sus mascotas taciturnas. No se habla de ellos en los partidos de fútbol ni en los cumpleaños felices de los más pequeños ni en el día de difuntos”.

El cierre de desaparecidos es dolorosamente genial, pero no soy un spoiler. Lo termino de leer, y los ciempiés continúan su recorrido perverso por mi piel.

Suben y bajan. Bajan y suben.

Y como todo lo que sube, esta nota baja, llega a su fin. Concluye con una explicación de los versos proféticos de “El poder de la muerte”, “inspirados en hechos reales”.

Un vecino se suicidó, se colgó —me cuenta Oto—. Era un tipo apartado, nunca crucé palabra con él; vivía en la casa del frente. No conocí a su esposa, a sus hijos; solo supe que se quitó la vida”.

¿Versos proféticos? ¿Por qué?

“Este hombre

aprovechó la fortuna de conocer la hora de su fin y se dio el tiempo

cedió a la tentación de redactar una carta que sus hijos

recordarán por siempre

palabra por palabra.

Este perverso hombre rubricó con su nombre esa misiva

y no existe nadie en toda una muerte a la redonda

que pueda encontrar el coraje para contradecirlo”.

El tío Eduardo —“Mi tío más querido”, dice Oto—, sufrió unos años después un infarto durante un partido de fútbol. Había llegado, a la edad de setenta, la hora de una operación a pecho abierto y, si todo marchaba bien, el momento de retirarse de las canchas.

Para el tío Eduardo fue demasiado. La vida sin fútbol ya no era vida. Una tarde inició una especie de “tour de despedida”. Visitó a todos sus compañeros de equipo, a sus montones de amigos, a sus familiares. Platicó sin prisa, contó chistes, anécdotas. A todos les dio un abrazo.

Escribió una carta de despedida. Pidió perdón por los dolores causados. También dejó una lista de los invitados a su funeral y hasta especificaciones del menú: “Los tamales hay que comprárselos a Fulanita; las galletas a Fulanito”.

Ahora ya sabemos de quién heredó Oto el rechazo por la solemnidad...

Más literatura