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El triste caso del cadáver castrado

<p>Un crimen grotesco detrás de una historia dolorosa. Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres y se han omitido algunos datos a petición de las fuentes.</p>
28.10.2012

LA ESPERA. Juan no regresó a su casa después de salir del trabajo, y su esposa empezó a preocuparse porque nunca llegaba de noche. Era hombre de costumbres y en los últimos diez años seguía siendo el mismo: nada de mujeres, nada de alcohol, nada de amigos; hablaba poco, nunca veía tele, se bañaba antes de acostarse y hasta para hacer el amor era ordenado y meticuloso.

Su esposa tenía razones de sobra para estar preocupada. Sus hijos, los hijos que había tenido con otros hombres y que Juan le estaba ayudando a criar, también empezaron a angustiarse. Papá Juan era bueno, y lo querían. Además, la tristeza de su madre era contagiosa.

Por lo general, Juan cenaba a las seis, como lo acostumbró su madre en la aldea perdida de Morocelí, donde nació, y aquella noche era la primera en que su comida se había enfriado en el plato.

A las siete, Zulema, su fiel y obediente esposa, empezó a llamarlo a su celular, temerosa de que le contestara y se enojara con ella puesto que tenía prohibido llamarlo si no era realmente una emergencia. ¿Y no era una emergencia que no hubiera llegado a la casa a las seis, como había hecho los últimos tres mil seiscientos cincuenta días? Zulema estaba desesperada. Lo peor es que no le conocía amigos, hablaba poco de su trabajo y tampoco sabía de algún compañero que pudiera saber algo de él.

A las doce de la noche llamó a la Policía. Nunca le contestaron en el 199 y pasó la noche en vela. Nunca le contestó el celular.

HALLAZGO. A las cinco y minutos de la mañana, la luz del sol, reflejándose suavemente detrás del cerro Cantagallo, anunció el amanecer. Hacía frío y algunas nubes oscuras descargaban a lo lejos una brisa fina y helada.

A las cinco y media, el sol iba ascendiendo en el cielo y el día se hacía más claro. Por eso fue que la pareja que caminaba por aquella calle lodosa y solitaria pudo ver el cadáver que estaba tirado boca arriba, a una orilla, sobre la maleza y los restos de construcción que tenían años de estar ahí. Asustados, no tardaron en avisar a la Policía.

LA ESCENA. El cadáver estaba desnudo. Era el cuerpo de un hombre de unos cincuenta años, delgado, de estatura regular, blanco y con una calvicie incipiente, alrededor de la cual peinaba algunas canas. Estaba boca arriba, sobre la maleza, y lo primero que se notaba entre sus piernas abiertas era una herida grotesca con la que le habían cercenado de tajo los genitales y en la que se había formado una costra rojiza sobre la que destacaba una plasta negra que llegaba hasta el pubis.

Tenía las manos atadas a la espalda con dos cordones negros, largos y gruesos, que se habían hundido en la carne, deteniendo la circulación y lacerando la piel. Le habían deformado el rostro a golpes y le vaciaron los ojos, deshaciendo las cejas y levantando la piel de la frente hasta desnudar el hueso. A primera vista no sería fácil reconocerlo.

“Estamos ante un caso especial” –dijo el detective de Homicidios de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) a cargo del reconocimiento del cuerpo.
“No te entiendo”.

“Sencillo”.

“La castración de un hombre tiene un significado especial, y más si la castración está acompañada de torturas como estas y con la víctima amarrada e inmovilizada de esta forma. Lo amarraron con cólera, no solo para que no se soltara y se defendiera, sino también para hacerle daño.”

“Y la castración sugiere…”

“Un castigo ejemplar, una venganza cruel por algo grave que hizo la víctima…”

“¿Violación?”

“Exacto. Quien castiga o quien se venga, destruye la parte del cuerpo con la que se le hizo daño, destruyendo al mismo tiempo el poder que el hombre ejercía, y el pene es símbolo de poder, según la mitología psicológica freudiana”.

“¿Y los golpes en la cara?”

“¿Te fijaste que no tiene más golpes que en la cara?”

“Sí”.

“Es cólera, furia, indignación; es dolor, es impotencia, por eso golpea la cara hasta cansarse, no para destruirla, sino para demostrarle su ira y su dolor…”

“¿Y las manos amarradas?”

“Si no las hubieran amarrado con tanta fuerza, demostrarían solamente la intención de inmovilizar a la víctima, pero los cordones están tan apretados que hirieron la piel, lo que demuestra la intención de hacer daño, de dañar para castigar o vengarse de un daño sufrido por la víctima. Manos, cara y genitales, las partes del cuerpo que representan algo para la víctima y para el victimario, o victimaria. La cara, la ventana del alma, muestra lo que el hombre es en sí, y se graba en la víctima como con fuego, por eso proyecta su ira contra el rostro. Las manos, los primeros instrumentos de dominación y sometimiento. Por eso hay que dañarlas. Y los genitales, vehículo del placer humano, instrumento del daño físico y de la felicidad para el violador, en casos así.”

“¿Y este caso es así?”

“Me atrevería a asegurar que sí”.

“Me pregunto cómo este hombre, que se ve fuerte, alto y fornido, se dejó someter con facilidad”.

“Ese no es problema. Llega a una cita, lo esperan, sabe a lo que va, se desnuda por su propia mano, lo duermen con una bebida preparada, lo golpean a traición en la cabeza o lo amenazan con un arma. En cualquiera de las tres el hombre está sometido e indefenso. Para amarrarlo con tanta fuerza debió estar bajo la amenaza de un arma o desmayado. Amarrarle así las manos requiere tiempo, fuerza y destreza, y no se lograría con un hombre defendiéndose.”

“¿Creés que fue a una cita?”

“Seguro.”

“¿Con quién?”

“Eso es lo que vamos a averiguar”.

“¿Quién podría ser?”

“Ponete a pensar; recordá que los de la DNIC pensamos, aunque a algunos oficiales de la Preventiva no les guste mucho…”

JUAN. La última vez que vieron a Juan fue el día anterior, a las tres de la tarde, cuando entregaba su turno de guardia de seguridad en una maquila. Nadie lo vio ansioso o preocupado. Era un hombre normal y se comportaba normalmente.

“¿Lo vio despedirse de alguien, o caminar con alguien al irse?”

“No recuerdo. Me entregó el turno, firmó el libro y salió por el portón grande”.

“¿Vio a alguien acompañándolo?”

“No; Juan era un hombre solitario, aunque responsable”.

“¿Tenía amistad con alguna compañera?

¿Sabe usted eso?”

“No; nunca me ha interesado la vida ajena.”

“Bien. Gracias”

EN LA DNIC. Se llamaba Juan Fulano de Tal, originario de Morocelí, El Paraíso, con residencia en aquel barrio de Comayagüela desde que murió su madre, cuando él tenía trece años.

No era un desconocido para la Policía. En mil novecientos noventa y cinco una prostituta llamada Rosmery, que brindaba sus servicios en el bar El Chongo Rojo del barrio Belén, lo denunció por “retenerla en su propio cuarto y violarla tres veces seguidas, una noche en que ella no trabajó porque andaba con la regla, y porque era Viernes Santo”. La Policía no hizo nada contra él.

También un año después fue denunciado por tocarse indecentemente los genitales, que había sacado previamente de su pantalón, delante de varias niñas a la salida de clases de una escuela, y una tercera ficha decía que había violado a una niña de trece años en la colonia Arnulfo Cantarero López. Todo esto lo convertía en carne de presidio pero nunca fue puesto a la orden de los Tribunales. Ahora, alguien se había hecho justicia por su propia mano.

HIPóTESIS. Los detectives analizaban el caso y formulaban algunas hipótesis.

“Juan trabajaba en la maquila de seis a tres, iba de su casa al trabajo, y viceversa, y nunca violaba esta rutina”.

“Parece que era lo único que no violaba”.

“¡Ja! Estamos trabajando, no haciendo chistes”.

Hubo un momento de silencio. El detective a cargo del caso continuó:

“Si violó la rutina ese día fue por algo especial. Si estaba desnudo, es porque iba a tener sexo con alguien. Si lo mataron, fue para vengarse de él. Y esta venganza estaba planificada. Lo que significa que lo mató una mujer. Talvez una mujer de baja estatura, porque tuvo que desmayarlo para someterlo. Y una mujer con suficiente odio en el corazón para hacerle lo que le hizo”.

Hubo otro instante de silencio.

“¿Localizamos a las personas que denunciaron las violaciones?”

“No. Después de tantos años es imposible…”

“Bien. Entonces teoricemos un poco. Recordemos lo que nos enseñó el abogado Gonzalo Sánchez, el mejor maestro de Criminalística que pueda haber en Honduras: ‘Tiempo que pasa, verdad que huye. Si conocemos bien a la víctima, conoceremos los motivos del crimen, y estaremos a un paso del criminal’. Y no olvidemos lo que siempre dice mi subcomisario César Ruiz: ‘Todos sabemos algo de todos’.”

“¿Entonces?”

“Vamos a la maquila… Alguien sabe algo más del señor don Juan”.

“Le cae bien el nombre”.

EN LA MAQUILA. “Quiero ver el registro de salida de los empleados el día de antier, especialmente de las mujeres que salieron en el turno que termina a las tres”.

Eran más de ciento setenta.

“¿Piensa interrogarlas a todas?”

“Eso pienso”.

“Tendría que pedirle autorización al gerente”.

“Hágalo, pero adviértale que cualquier negativa de su parte podría considerarlo como obstrucción…”

“Entiendo. ¿Dónde las va a interrogar?”

“En la oficina del gerente; no creo que haya mejor lugar”.

“¿Cómo las hago pasar? ¿De una en una?”

“No. Reúnalas a todas y vamos a seleccionar a unas cuantas…”

“No entiendo”.

“Yo sí entiendo.”

EL GRUPO. El detective sonrió, cruzó las manos hacia atrás, mientras esperaba, y dijo:

“¿Qué tipo de mujer buscamos?”

Nadie le contestó.

“¿Tenemos un perfil? Sí, ¿verdad? Pues abran bien los ojos porque al decirles el jefe por qué está la Policía aquí, se va a poner nerviosa, va a bajar los ojos y quizás trate de esconderse detrás de sus compañeras. Creo que es una mujer menuda, quizás trigueña, que va a estar respirando con la boca, por la ansiedad que le va a producir la posibilidad de que la descubramos… ¡Ah, qué lindo es este trabajo! Lástima que los Preventivos no sepan ni jota de Psicología Criminal… Por eso me gustaría que volviéramos al Ministerio Público… O que pongan a Gonzalo Sánchez a dirigir la DNIC. ¿Se imaginan el cambiazo?”

Los compañeros guardaron silencio. Aquellas palabras olían a sedición, a rebelión, a golpe de barraca; ¡a traición!

“¿Tu quoque, Brute, fili mi?” (¿Tú también, Bruto, hijo mío?”.

PREGUNTAS. Las mujeres estaban frente a los detectives, agradecidas de aquel inesperado descanso, sonrientes, parlanchinas y muertas de curiosidad. El detective las fue despachando una por una. Al final se quedó con dos.

“¿Ella es su amiga?”

“Sí”.

“¿Por qué está triste? Se ve nerviosa, como si tuviera algún problema grave…”

“¡Ay, señor! Si usted supiera…”

“A ver, cuénteme…”

“Yo no soy sapa”.

“Pero podría convertirse en cómplice”.

La mujer dio un salto.

“¿Qué?”

“Eso mismo que oyó. Siéntese”.

“¿Qué me quiere decir?”

“¿Usted sabe que uno de los guardias de seguridad de la maquila apareció muerto antier…?”

“¡Ay, si”.

“¿Quién cree usted que lo mató?”

“Ni idea, pero lo que le pasó se lo merecía…”

“¿Por qué dice eso? Veo que usted sabe más de lo que me imaginaba… ¿Sabe por qué la escogí? Porque usted estaba tratando de calmar a su amiga, que estaba nerviosa mientras todas sus compañeras estaban riéndose. Cuénteme, ¿Qué sabe de esto? ¿Por qué se m6erecía esa muerte don Juan?”

La mujer se quedó muda por un rato. El detective agregó:

“Él la violó, ¿verdad?”

La mujer dio un grito.

“¿Cómo lo sabe?”

“¿La Policía todo lo sabe? Lo único que no sabe es dónde están los que mataron al hijo de la rectora”.

“Mire, yo no quiero problemas, mejor hable con ella…”

“Él la violó cuando era niña, ¿verdad? Pasó el tiempo y se la encontró en la maquila, como compañera de trabajo, y la sedujo, o sea, quiso estar con ella de nuevo…”

“Pues usted no sabe nada”.

“Entonces ayúdeme…”

“Es que la violó en uno de los baños de las mujeres… Esa basura la perseguía…”

“Llámela”.

ELLA. La mujer entró a la oficina casi arrastrando los pies, con la cara blanca y los ojos angustiados y a punto de llorar. Cuando se sentó frente al detective empezó a estrujarse los dedos de las manos.

Era una mujer baja, de rasgos indígenas, trigueña, pelo largo, negro y liso, delgada y cuya apariencia era la de una niña.

“¿Qué me va a hacer, señor?”

“Nada; solo vamos a hablar”.

“¿De qué?”

“De Juan”.

“¡Ay, no!”

El policía guardó silencio. Hizo una seña a sus compañeros y estos salieron sin decir palabra.

“Él la violó cuando usted era niña, ¿verdad?”

La mujer abrió la boca para gritar, pero tenía la garganta reseca.

“Cuénteme. No tenga miedo”.

La mujer esperó un minuto. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. El detective le ofreció un vaso con agua. Ella tomó un poco.

“Mi mamá mandó a mi hermana mayor a hacer un mandado pero no quiso ir. Era casi de noche y me mandaron a mí. Ese hombre apareció de no sé dónde y me llevó a lo oscuro, y me violó. Y yo solo tenía siete años. Cuando le dije a mi hermana me dijo que mi mamá no quería problemas y que me callara, que no le dijera nada. Me violó dos veces más. Yo nunca dije nada.”

“Y la volvió a violar aquí, en la maquila, ¿verdad?”

La mujer había perdido el miedo.

“Me encontré con él en la entrada del baño de mujeres, creo que me estaba vigiando, y me forzó otra vez… Yo no dije nada. Al llegar a mi casa mi esposo quería tener algo conmigo y me vio que iba con el blumer lleno de la cochinada de ese hombre… Él es cristiano y solo me dejó… Yo quería morirme… Él me vio en el trabajo otra vez y le dije que mejor fuera a mi casa… ¿Qué más quiere que le diga?”

“Solo una cosa”.

“¿Qué?”

“Qué hizo con lo que le cortó al hombre?”

“¡Ay, yo no sé! Mire que creo que los metí a la cartera pero no sé dónde los boté…”

El detective se puso de pie.

“¿Qué va a hacer conmigo, señor?”

“Yo nada. Voy a seguir buscando a la persona que mató al violador llamado Juan…”

“¿Y yo?”

“Vaya a su trabajo… Le van a descontar esta hora”.

NOTA FINAL. “¿Por qué no la detuvo?”
“Carmilla, dejemos esto en manos de Dios”.

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Hallan cadáver de una persona encostalada en El Tablón
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