Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El poder de la avaricia

Desearlo todo y tenerlo todo... Y a cualquier modo
15.01.2023

Este relato narra un caso real.Se han cambiado los nombres.

Parte 1/2

CITA. A la clínica del doctor Emec Cherenfant, en el Hospital San Jorge del aarrio La Bolsa, de Comayagüela, llegó una mujer, joven todavía, a buscar consulta.

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La mujer vestía un pantalón azul, una camisa blanca y llevaba sobre la cabeza una chalina azul. Cuando le llegó su turno, entró la mujer a la clínica, y el doctor Emec la recibió con su amabilidad de siempre. Le dijo que se sentara, y le preguntó su nombre, y ¿en qué podía servirla?

“Me llamo Marcela -le dijo la mujer-, y me siento nerviosa, doctor, porque es la primera vez que lo veo en persona”.

“Pero cálmese, Marcela, que no voy a hacerle nada. Ya dejé atrás eso de comer gente”.

Rieron los dos, y Marcela dijo:“No es eso, doctor; es que siempre he querido conocerlo, y, pues, ahora que estoy frente a usted...”

El doctor le agradeció el gesto agradable a la mujer, pero le extrañó que no se quitara la chalina de la cabeza. Esta le cubría la parte izquierda de la cara, casi ocultándole el ojo, y se acompañaba con un mechón de cabello que le bajaba hasta el cuello.

“Y ¿en qué le puedo servir? -le preguntó el doctor, poniendo los codos en el escritorio, y juntando las manos casi a la altura de su rostro-. A ver, dígame... niña Marcela... ¿En qué le puedo servir?”

Marcela se tardó un poco antes de contestar. Estaba nerviosa, y bajó la mirada. Es una mujer de cuarenta y tres años, blanca, algo rolliza y de bonita cara, pero, en ese momento, se puso aun más nerviosa, y las lágrimas saltaron de sus ojos, lágrimas que trató de contener limpiándolas con el dorso de una mano.

“Dígame qué le pasa -le dijo el doctor Cherenfant, para calmarla-, si hay algo que podamos hacer para ayudarla, le aseguro que lo vamos a hacer”.

“No lo creo, doctor; porque esto no hay quien me lo quite”.Con un movimiento inconsciente, la mujer se llevó la mano al lado izquierdo de la cara, como para protegerlo aun más de lo que ya lo protegía la chalina, y no dijo nada más.

“Veamos qué es eso”.

La mujer se resistió un poco. El doctor se puso de pie.

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“Qué es lo que esconde allí, señorita?” -le preguntó.

La mujer dejó caer la mano, más lágrimas corrieron por sus mejillas, y el doctor separó la chalina y el mechón de pelo. Y lo que vio, lo impresionó.

“Carmilla -me dijo-, era la cicatriz queloide más horrible que había visto; y esto que he visto muchas, realmente muchas. Cubría toda la mejilla izquierda, hasta la base del pelo, y deformaba esa parte de la cara. Estaba elevada, y era como si tuviera muchas hondonadas, para decirlo de alguna forma, y era amarilla, roja y negra. Medía más de diez centímetros de largo; en la parte más ancha, unos tres centímetros, y en la parte más alta, que era casi toda la que cubría él área de la mejilla, medía unos dos centímetros y medio, y aquí tenía puntos, protuberancias, como si fueran quistes... Era algo horrible”.

El doctor revisó la cicatriz, en silencio, mientras Marcela lloraba. Cuando terminó, volvió a su silla.

“¿Quién le hizo eso, Marcela?” -le preguntó.

“¡Casi podría decir que fue usted, doctor! -exclamó la mujer, con un grito que resonó entre las paredes de tabla yeso.

El doctor se fue para atrás.

“¿Yo? -le preguntó-. ¿Cómo es posible eso?”

“Sí, doctor -dijo la mujer-. Casi fue usted”.

“Pero, no la entiendo bien... Usted misma ha dicho que esta es la primera vez que me ve... y yo es la primera vez que la veo”.

Marcela se calmó un poco.

“Perdone, doctor... Tal vez no me expliqué bien, pero fue por seguirlo a usted que me pasó esto...”

“A ver, cuénteme...”

“¿Se acuerda cuando el 15 o el 16 de noviembre usted se unió a Xiomara en la Alianza Liberal Opositora?”

“Sí, me acuerdo”.

“Usted dijo que Xiomara iba a arrasar...”

“Y arrasó”.

“Sí, y también me destruyó la vida...”

Y mostró el lado mutilado de su cara.

“En realidad -le dijo el doctor-, no la entiendo bien”.

“¿Cuánta gente cree usted que se fue con esa mujer solo porque usted se unió a ella? ¿Sabe cuánta? ¡A saber, doctor! Pero, fueron muchas; miles de personas que, porque creemos en usted, nos fuimos con esa señora, y para nada, porque estamos peor... Pero, eso es lo que menos me importa... Mire lo que me con seguí yo por irme con Xiomara...”

Y volvió a enseñar la cicatriz, que brilló bajo la luz del farol.

Votación

“El día de las elecciones, doctor, salí de mi casa, entusiasmada. Emec Cherenfant se había unido a Xiomara, y yo, que siempre he sido admiradora de Emec Cherenfant, salí a votar por ella. Pero, da la razón, doctor, que yo soy nacionalista, y por cachureca me ha conocido todo el mundo en mi colonia, El Pedregal. Fui a votar, marqué una raya por esa señora, de lo que me arrepiento mil veces, porque ahora ni comerse un huevo puede uno, y me regresé a mi casa, con el dedo manchado. Ya cerca de mi casa, en un callejón, estaban unos pandilleros de la 18, con banderas de Libre, y no me dejaron pasar. Sabían que yo siempre fui cachureca, y uno de ellos me dijo: “Ajá, madre, ¿ya viene de votar por esa basura de “Papi”?”

“No -le respondí-, voté por Xiomara...”

No me creyeron.

“¿Usted, madre, votó por la doña, si aquí todos sabemos que usted es pura cachureca, cien por ciento?”

“Sí -les dije-, voté por Xiomara porque el doctor Emec Cherenfant se unió a ella, y, entonces, yo soy seguidora del doctor, y fui a votar por Libre”.

“El doctor es liberal, madre, y les pidió a los liberales que se fueran con Xiomara... Ustedes los cachos ni deberían de existir...”

En es momento, se me acercaron tres, y no me dejaron ni moverme. Dos me agarraron de los brazos, y uno de ellos me marcó la cara con un cuchillo. Yo salí corriendo para mi casa, y me encerré, porque no había nadie; todos andaban votando, y yo me puse un trapo para “destancar” la sangre... Y no fui a buscar ayuda... Y así se me hizo la cicatriz”.

El doctor Cherenfant estaba conmovido. Que eso hubiera pasado era algo inconcebible, una muestra más de la horrible división política que hay en Honduras.

“¿Por qué no fue al hospital?” -le preguntó a la mujer.

“Por miedo. Allí mandan los 18, doctor, y ni la Policía entra; la Policía cobarde que les tiene miedo. Y más cuando ganaron, que hasta me fueron a golpear la puerta y a mancharme las paredes de pintura roja. Y así me quedé”.

“Señora -le dijo el doctor-, siento mucho lo que le ha pasado; y sé que es por mi culpa. Yo me uní a ellos porque creí que las cosas iban a cambiar, y lo hice sin imaginarme siquiera que alguien fuera a salir lastimado...”

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La mujer se limpió las últimas lágrimas. Levantó la cabeza.

“Mire, doctor, yo soy cachureca de cepa; y soy juanorlandista hasta la madre, pero no me gustaba ‘Tito’, y cuando usted se unió a esa mujer, entonces yo lo seguí a usted... Y sigo siendo juanorlandista, pero ahora odio a esos de Libre, porque me destrozaron la vida... Y es que esos eran los pandilleros que andaban amenazando a todo el mundo en la colonia de que si votábamos por ‘Tito’ nos iba a ir mal; y mire a mí lo que me hicieron, y esto que ni voté por ‘Tito’; voté por esa señora que ni siquiera fue digna de contestarme la carta que le envié para pedirle ayuda para hacerme la cirugía plástica. Le valió, como le vale madre todo lo que nos está pasando a los hondureños. Pero, mi mamá, que ya es una viejita, me dijo que lo buscara a usted, porque, además, fue por hacerle caso a usted que estoy así; eso fue lo que ella me dijo...”

“¿A qué se dedica usted, señora?”

“Tengo una casita, doctor, que me dejó mi difunto marido, y allí alquilo unos cuartos, y vendo huevos afuera de mi casa... Eso es todo”.

El doctor marcó un número y llamó a una de sus enfermeras; luego marcó otro, y llegó una de las muchachas de administración. Cuando llegó, le dijo:

“Vamos a hacerle todos los exámenes a doña Marcela, y vamos a programar la cirugía para reducir su cicatriz en el rostro para el próximo viernes a las dos de la tarde. Debe ingresar al hospital el jueves”.

Dijo esto, y luego, se dirigió a la muchacha de administración:

“En esta cirugía, yo pago los gastos de hospitalización, y no cobraré honorarios. Prográmela para el viernes, a las dos, por favor”.

El doctor miró a Marcela.“Gracias, doctor -le dijo ella-; gracias. Ahora, quiero pedirle un favor especial”.

“Dígame”.

“Es mi hijo... Mi único hijo”.“¿Qué le pasó a su hijo, señora?”“Me lo mataron, doctor...”

El doctor se estremeció.“¡Dios santo!” -exclamó.

“La Policía dice que fue por política, doctor, porque él era activista de ese tonto de David Chávez... Pero, yo creo que hay algo más, detrás de eso”.

“Y ¿cómo puedo ayudarla yo?”

“Yo sé que usted es amigo del general Ramón Sabillón, y que si usted le pide el favor de que investiguen bien la muerte de mi hijo, él le va a ayudar”.

“El general Sabillón es mi amigo, señora, y es un hombre bueno...”

La mujer hizo una pausa; ahora había más dolor en su rostro; pero no lloraba. Solo sufría.

“Mi hijo tenía diecisiete años; desapareció una tarde, y al día siguiente, apareció en pedazos... Lo decapitaron, le cortaron los brazos, con un hacha, dijeron los policías, y le cortaron las piernas en seis partes... Y en el pecho, con un cuchillo, le escribieron una sola palabra: “Estorbo”. Y los policías dicen que eso no es normal entre pandilleros; o sea, que ellos jamás habían escrito una palabra así en un cuerpo. Lo marcan con símbolos o dejan un papel o una cartulina escrita cerca del cuerpo, pero nunca una palabra así... Y lo peor es que los policías ya dieron por cerrado el caso, y nadie quiere ayudarme, porque yo sé bien que a mi hijo no lo mataron los pandilleros...”

“¿De quién sospecha usted, señora?”

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Marcela miró al doctor.

“Yo... no sé...”El doctor suspiró.

“Yo voy a hablar con el general Sabillón” -le dijo-.

Él le va a ayudar”.

Continuará la próxima semana...