Hay momentos críticos en que nos hundimos tanto en nuestros problemas que da la impresión que tocamos fondo y soñamos que llegar allí nos dará un punto de apoyo para impulsarnos con todas nuestras fuerzas hasta salir a flote.
Ese pensamiento optimista en medio de las dificultades, como los desastres naturales –el Mitch, por ejemplo-, el sobreendeudamiento que llevó a la condonación por parte de los acreedores internacionales o los cataclismos políticos, como el 28 de junio de 2009, aún no se ha llevado a la práctica en esta nuestra Honduras.
El tema de la insoportable inseguridad ciudadana que sufrimos, en la que nadie tiene asegurado ni el derecho más elemental: el respeto a la propia vida, es otro buen ejemplo de tan triste realidad.
Todos creímos que íbamos a presenciar un cambio sustantivo, cuando hace más de un año, tras la traumatizante aceptación pública de que la Policía Nacional no solo era deficiente en la lucha contra la inseguridad sino que sus elementos, desde la escala básica hasta la cúpula, más bien se habían transformado en delincuentes ya sea por iniciativa propia o al servicio del crimen organizado. Pero no fue así. Las cosas siguieron igual y hasta empeoraron.
Hoy, cuando ya creíamos haber tocado fondo, resulta que otro asesinato, el domingo pasado, el del hijo adolescente de un exdirector de la Policía confrontado con el tibio proceso de depuración, nos revela que la putrefacción es todavía más profunda y que el flagelo tiene o tuvo sus raíces en la propia cúpula, quizás en el pasado mismo de tinte verde olivo.
Ahora la gran pregunta es si el hecho de que quien estuvo al mando de la Policía Nacional, con el testimonio de uno de los participantes en el ataque en que murió su hijo y dos agentes “cobras” que lo custodiaban, sea quien acuse a su sucesor y a los militares de estar directamente implicados en el crimen va a provocar el shock suficiente para que el gobierno, los organismos oficiales defensores de los derechos humanos, la Secretaría de Seguridad y la sociedad en general se sacudan la modorra que sufren y adopten acciones concretas para limpiar las contaminadas “fuerzas del orden” o seguiremos por el mismo vía crucis.
Esperemos que ahora sí también los gobernantes, más dados a meter la cabeza en la arena que a aceptar su ineptitud, vean la actual crisis de seguridad y de credibilidad como un tocar el fondo y junto a la sociedad lo usen para apoyar hasta las fuerzas de flaqueza y sacar al país del maloliente atolladero en que hoy se encuentra.