Hace un siglo surgió la dupla de pensamientos políticos que iba a entintar la página biográfica hondureña por décadas, uno nacido del otro por gestación espontánea o al revés, Cronos devorando a sus hijos, que provocó que en ambos circulara sangre semejante, similares atavismos, virtudes y defectos, cosa que tiende a ocurrir cuando los parientes adoptan el inquieto vicio de copular entre ellos… Y de allí qué métodos, estrategias, dolos y tácticas de guerra y paz estilados por uno los repitiera el otro.
Del liberalismo tardío, cuando el positivismo había sido superado, surgió el Partido Nacional, excepto que divergente del padre en temas de cambio. Mientras que el liberal insistía en refrescar al statu quo para llevarlo a escala superior, los nacionalistas se oponían a cualquier transformación que no fuera regulada por el orden, la paz y el negocio. Orden es su vocablo emblemático y preferido desde Rafael Carrera (1840) a Tiburcio Carías (1940) y Lobo (2010); 250 años en el espacio.
Y mientras a los liberales el dogma les servía para lanzar atrevidas revoluciones, los nacionalistas lo empleaban para organizar gobiernos rígidos, pétreos, semiteológicos y de fuerza vertical que concluían chocando con la marcha de los tiempos modernos. Lo que significa que incluso con las arañas mentales que ambos cultivaban desde la conciencia partidista, el liberal fue ligeramente más avanzado que su oponente, usualmente retrógrado y fundamentalista. Lo afirman los más serios estudiosos de la realidad latinoamericana y mundial.
Pero tanto fue el cántaro a la urna electoral que acabó fastidiando y en 2013 el votante dijo basta, no los quiero más. Y con entusiasmo inaudito, con voluntad cívica, determinó dar ingreso a nuevas instancias políticas y retrotraer a aquellas otras antañonas y viciadas al desván de las vivencias agotadas, carentes de propuestas y con bajo valor. Esa fue una clara, clarísima decisión popular para deshacerse del bipartidismo, quebrarle la columna a mitad, comenzar una nueva era, la del siglo XXI, con jóvenes esperanzas, frescos proyectos y un país en renovación.
Excepto que el pueblo ignoraba hasta dónde la serpiente herida sigue siendo peligrosa. Pues enterado el bipartidismo del mandato de la comunidad —transparente, inédito, auténtico— se las arregló para hacer fraude y recomponerse, alió fuerzas entre sus antagónicos trozos para sobrevivir y protagonizó en el Congreso un giro mortal de tres vueltas a fin de burlar la decisión electiva y hacerse caduceo, la figura aquella romana de una vara envuelta por dos áspides.
Y los delegados nuevos de Pac y Libre que representaban a esa decisión comunal fueron arrollados por los fantasmas del pasado, engañados con trucos de prestidigitación (soborno, amenaza, chantaje) e impuestos a maña y fuerza sus códigos de autoritarismo, reyes otra vez de maldad. El conservadurismo —alianza entre fascistas, iglesias y potencias imperiales— se resiste a morir. Para hacerlo desaparecer ¿se ocupa, entonces, un taurino puntillazo final?
Obsérvese. Mientras no se le arranque del tronco del árbol de la democracia el bipartidismo es planta parásita y fatal. Y no es que se pretenda negar a nadie el derecho político de manifestarse sino que esas gemelas fuerzas son lastre, rémora para la sociedad ya que obstaculizan toda modernización: ética, económica, cultural, social. Conspiran para explotar unilateralmente el patrimonio de todos; mienten —su naturaleza es mentir— para conseguir egotistas propósitos, y para lograrlo están aptas a vender a su madre misma, que es la patria, en aras de la rentabilidad.
De allí que convenga reflexionar sobre lo actuado en el congreso este mes: ¿Grato suspiro de la derecha, ganando todas las bazas? ¿O bocanada agónica, por su traición al soberano, y que conducirá a lo esperadamente deseado en 48 meses, a su inevitable extinción? ¿Quién votará por los partidos que representan a nadie sino a sus mafiosos directores, que ofrecen nada y, peor, son ya nada? Ni dios.