No sé si se sigue inculcando en los niños y jóvenes actuales, pero en mi infancia se nos enseñaba el respeto y aun la piedad o conmiseración por los ancianos, todavía en consonancia con una idea que había existido siempre, por lo menos desde los griegos y los romanos. La literatura clásica, desde “La Ilíada” hasta “El cantar de mío Cid”, está llena de escenas de consideración hacia los viejos, o, lo que es lo mismo, de furor ante las afrentas o crueldades sufridas por ellos. Que un hombre o una mujer que “peinaban canas” fueran objeto de vileza o escarnio implicaba un agravante imperdonable, y a veces la senectud aparecía, per se, como digna de veneración o deferencia. Bien es verdad que también hay incontables muestras de mofa hacia la gente de edad avanzada, en Shakespeare y Molière sin ir más lejos, pero a menudo el blanco de esas burlas era alguien que no se comportaba como le exigían sus años: el viejo verde, el viejo avaro, la vieja libidinosa, el viejo indócil o despótico. En Don Quijote conviven las dos posturas: otros personajes de la novela se ensañan con él por ser hombre senil inconforme y dedicado a niñerías; el lector, en cambio, se apiada de él y le profesa simpatía por las mismas razones (aparte de por ser una figura en sí misma conmovedora y graciosa, que nos gana para sus causas).
Muchos ancianos pasan hoy por grandes dificultades, y en general no reciben, me parece, el mismo respeto que antaño. Pero algo queda, y lo percibo en mí mismo, que ya voy bien encaminado hacia el otoño pero aún no me siento instalado en él del todo. Cada vez que me llega, por ejemplo, la carta de un lector de letra temblorosa y picuda o que me confiesa sus años, si estos superan los setenta y cinco, digamos, creo que es mi deber contestarle, aunque sean unas líneas, o enviarle un libro agradeciéndole que me lea. No importa si su carta es amistosa u hostil, si me felicita o me censura: pienso –anticuadamente, como si fuera una noción refleja– que solo por lo cansado que quizá esté de todo, o por lo mucho que habrá vivido, o por su posible saber acumulado, merece una respuesta. Siento un deber parecido con los muy jóvenes, dicho sea de paso, y eso me hace sospechar que tal vez uno de los motivos de la consideración hacia los dos extremos sea su supuesta desprotección o indefensión: vemos a unos muy tiernos e ingenuos, a los otros desvalidos.
Lo curioso de los años que ya he cumplido es que no pocos de mis amigos y conocidos –y también de los “enemigos”, si no fuera presunción juzgar que uno los tiene–, que me aventajan en dos o tres lustros, se están convirtiendo en ancianos o en proyectos de tales, y uno no acaba de ver en qué momento se hacen respetables o venerables por ello. Cuando uno conoce a un viejo o a una vieja –es decir, ya lo son cuando se presentan–, es fácil acercarse a ellos no solo con confianza injustificada, sino con especial cortesía, con aprecio “previo”. Y en realidad uno no sabe nada de esa persona; le presupone una bondad o una mansedumbre que acaso brillen y hayan brillado siempre por su ausencia.
Hay excepciones, claro está: no hay estima ni pena cuando leemos que un antiguo nazi nonagenario ha sido por fin descubierto y detenido; tampoco las hay hacia Videla o cualquiera de sus conmilitones, como no las hubo tampoco para con Pinochet en sus últimos días o para Franco en los suyos, ni las hay hacia el Fidel Castro achacoso que nos muestran las televisiones. Pero son casos sencillos por nítidos, e incluso en ellos se cuela a veces un leve rastro de compasión, al ver al dictador o al matarife decrépito y debilitado. La propia ley establece en muchos países que nadie vaya a la cárcel pasadas ciertas edades. ¿Es Berlusconi ya un anciano? Él lleva tiempo jactándose de que no, e incurriendo en todas las actitudes “impropias” de un abuelo, pero no sería raro que de aquí a poco invocase su senectud y su indefensión para librarse una vez más de la justicia.
Cuando uno ha conocido de joven o de maduro a quien hoy comienza a ser o es ya un anciano, se da cuenta de cuán errónea y gratuita puede ser la reverencia “descontada”, otorgada a priori a cualquier viejo o vieja. Nadie cambia cabalmente, y si lo hace, ¿a partir de qué instante? Se podría intuir que uno envejece de sí mismo, esto es, que cuanto mayor es, más acentúa sus virtudes o defectos, su buena o mala fe, su carácter recto o torcido. Puede que muchos se amansen o dulcifiquen un poco con el parsimonioso transcurrir del tiempo; que se aplaquen o deseen rectificar alguna conducta. Me temo que no más que eso. Caigo en la cuenta, ahora, de que algunas de las personas que conocí ya viejas cuando yo distaba de serlo, y a las que traté con delicadeza solo por eso, tenían lenguas afiladas y venenosas, o rezumaban resentimiento o engreimiento, o manipulaban indecentemente, o se aprovechaban de su desamparo físico para torturar y tiranizar a cuantos las rodeaban. Supongo que es solo esto: del mismo modo que los niños son tenidos en principio por “inocentes” y “buenos”, y mientras uno es niño sabe que los hay resabiados y malvados, al acercarse a considerables edades comprueba igualmente que no se puede fiar de todos los que peinan canas. No se puede uno fiar ni de sí mismo.