Opinión

Gajes del oficio policial

Los policías estaban preparados para hacer un reporte más. Alguien, alarmado, había llamado al número de emergencia para dar aviso de un nuevo caso: un cuerpo envuelto en una sábana yacía en medio de un área verde, bajo unos árboles, a plena luz del día.

Habituados a llamados de este tipo, los agentes del orden público se acercaron al bulto y constataron a prudente distancia que, efectivamente, una pieza de tela sucia cubría un ente corpóreo que por sus dimensiones, sugerían ser los restos sin vida de una persona en posición decúbito lateral.

Con los atentos curiosos –que nunca faltan- a pocos metros de la escena del crimen, los uniformados no debieron echar suertes para decidir quién retiraría el innoble sudario y develaría el rostro de la víctima.

La jerarquía se respeta y el de mayor rango debía hacer el penoso procedimiento: un subcomisionado estaba presente y la oportunidad era propicia para mostrar la entereza en el cumplimiento del deber, por muy incómodo que este fuera.

No hay protocolo suficientemente ensayado para estos momentos. La circunspección de Hércules Poirot y la resolución de Sherlock Holmes sirven de poco en el mundo real de la violencia tropical.

Nada en la ficción ni en la Academia de Policía, mucho menos la frecuencia estadística, preparan lo suficiente para ese incómodo instante en que se atisba al futuro de la propia existencia en los ojos sin brillo del que ya no vive.

Con paso fingidamente decidido, el oficial se acercó a los restos mortales. El sol comenzaba su ascenso al cenit, pero la mañana estaba fresca.

Flanqueado por un colaborador de menor estatura y con menos insignias en la camisa –quien sería el encargado de tomar notas- se agachó ligeramente para tomar el extremo de la sábana, haciendo una pausa instintiva en la respiración.

Los espectadores de lo que ahí ocurría, en un acto de sincronía colectiva, hicieron exactamente lo mismo, mientras el policía renegaba por dentro, una vez más, de los gajes de su oficio…

Los árboles hacían perfecta sombra sobre el rostro del joven, que vencido por la dura vida de la calle, reposaba directamente sobre el césped seco del parquecito.

El sueño del sujeto era tan profundo, que no lo despertó ni el súbito retiro del lienzo ni la mirada fija y desconcertada del funcionario.

Al jefe le tomó unos segundos reaccionar, mientras el ayudante del oficial se llevaba la mano a la boca para ocultar la sonrisa y aplacar el repentino ataque de risa que comenzaba a surgir desde sus entrañas.

Hombre de acción, el subcomisionado hizo lo que tenía que hacer y sacudió al durmiente, diciéndole: “¡Muchacho, despertate! Buscá otro lugar donde dormir, que acá tenés preocupado a medio barrio y asustás a los que transitan por el sector!”

Restregándose los ojos, este se levantó de mala gana y se fue caminando, con su sábana a cuestas.

Mientras encendía la patrulla, el conductor le preguntó a su superior qué iban a decir los periodistas esta vez. Detrás de sus gafas oscuras y con el rostro sereno, el subcomisionado le contestó: “Una buena noticia, clase, ¡al fin una buena noticia!”