Opinión

Costó mucho que el estamento político atendiera el clamor popular de reformar la impartición de justicia. Se entendía que el adecentamiento judicial pasaba por eliminar la posibilidad de que hubiera quien se ufanara de tener sus propios magistrados, así como de cerrar cualquier vía por la que, cosa tan horrible, titulares de la judicatura aspiraran a cargos de elección popular.

Se trataba de que los jueces atiendan a la ley y a la justicia, a nada ni a nadie más. Por lo que no requiere ni ser ilustrado, ni inteligente, ni siquiera bien intencionado y que resulta indispensable para vivir en paz. El procedimiento de elección de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia fue uno de los logros que forjó grandes expectativas. Y ahora que contamos con magistrados que satisfacen esas expectativas, se concita odio en su contra. No, no hay que hacer eso. Está mal. Un embate sin fundamento, fisura el estado de derecho.

El reto para el gobierno y para la ciudadanía que es la depuración policial, no debe llevar, por la desesperación o la impotencia, a tirársela al máximo Tribunal.

Si es que no ha debido llegar a ese estrado. Si cada quien hiciera su trabajo con responsabilidad. Antes, los legisladores, tendrían que evitar la emisión de leyes transgresoras de la carta magna. Y más antes, se esperaría que la creatividad y compromiso de funcionarios gubernamentales, trascendiera en propuestas lógicas y efectivas. Escogemos creer que han sido lapsus y no tácticas en una estrategia amenazante al estado de derecho.

El polígrafo y las pruebas de confianza son solo elementos discrecionales de una de las aristas que conforman un complejo combate a la criminalidad y en específico, a la depuración policial. Esa magistrada y esos magistrados constitucionalistas son íntegros. Y no solo en este caso objeto de encono oficial, en toda su trayectoria profesional han sido ejemplares, nunca mal señalados ni en casos reales ni inventados. Qué oscuridad. Que Dios ilumine.

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