El despiadado asesinato de Aníbal Barrow días atrás ha sido la última de las conmociones que, como viene siendo habitual en la nación, sacude la sociedad hondureña de una manera periódica.
De manera frustrante, la indolencia, o la habitualidad de los hechos, o ambas, permiten adelantar que las críticas y señalamientos a la debacle en materia de seguridad que brinda el Estado mermarán, como tantas veces, a la espera de otro atroz crimen.
El círculo no solo es vicioso, es deprimente.
La política de seguridad de Porfirio Lobo ha sido un total fracaso. No me canso de establecer que el problema radica en que Lobo se encontró con un inesperado botín en noviembre de 2009, tan imprevisto que no tenía una estrategia de gobierno definida.
Algo similar a lo que le está pasando a Hollande en Francia, Rajoy en España y más recientemente a Peña Nieto en México: se preocuparon tanto del evento electoral, que descuidaron la cuidadosa como necesaria planificación del ejercicio administrativo.
Lobo ha sido víctima de sus palabras. La seguridad -ni hablar del trabajo- fue su principal baza electoral desde 2004. Como continuidad de la cero tolerancia de Maduro, su puño firme se erigió sobre sí mismo hasta convertirse en el abanderado en la lucha contra la delincuencia.
Hasta ahí, nada fuera de lo normal. En el ocaso de su administración, empero, no solo queda en evidencia su estridente fracaso, sino su incapacidad para haber reconocido la imposibilidad de derrotar el flagelo por sí mismo.
Como dice Cicerón, “todos los hombres pueden caer en un error; pero solo los necios perseveran en él”.
Además de la improvisación como causa de su fracaso y su incapacidad de reconocimiento, hay otros elementos que justifican este indeseado resultado.
El primero de estos, por su relevancia, es la falta de concepción del Estado en el ejercicio del gobierno, no solo de Lobo Sosa, sino de la mayoría de administraciones previas. La ambición de poder ha condicionado análisis, visiones y toma de decisiones cortoplacistas.
La cansina cantaleta de Lobo y Hernández de justificar en la pasada administración el descontrol actual es un mal consejo de sus asesores: todos sabíamos lo que estaba sucediendo en el 2009 y el complejo porvenir que nos esperaba, y ambos aun más, al ser actores principales en la crisis política. No deja de ser un ejercicio de cinismo el acuerparse en hechos pretéritos, pero nos deja una gran lección de cara a las elecciones generales de este año: habrá que preguntarles a los candidatos si saben y entienden cómo está el país, y solo a partir de ahí debatir su capacidad de solución de los diferentes y complejos asuntos.
La repartición de cargos hecha por Lobo a diferentes miembros de partidos políticos, en aras de la unidad nacional, no fue más que eso: una repartición burda de chambas con el fin de irradiar una imagen de integración. Pero ni siquiera esta intención fue sincera, pues al menos en lo que respecta al Partido Liberal -y lo digo con conocimiento de causa-, los que llegaron a ocupar dichas secretarías de Estado no eran las propuestas originales de la máxima autoridad partidista.
Lobo Sosa tenía que haber optado por un transparente pacto de Estado, cuando menos, en materia de seguridad con las fuerzas políticas genuinas del país, y a partir de ahí tomar decisiones conjuntas, corresponsables y coherentes.
Lo que se logra con esta acción es evitar, en primera instancia, la politización de un tema tan delicado y terriblemente doloroso para la ciudadanía -principalmente los que carecen de recursos para optar por medidas de seguridad costosas-, y en segundo lugar, compromete y obliga a las fuerzas involucradas en la búsqueda afanosa de una solución definitiva. Al no optar por esta ruta, tuvieron que ser factores exógenos los que posibilitasen conocer la gravedad del asunto.
En ese momento -asesinato de los estudiantes Rafael Vargas Castellanos y Carlos Pineda-, la oportunidad de variar el rumbo aún estaba latente, pero las decisiones tomadas fueron incorrectas, y hasta cierto punto cómplices de lo que hoy tenemos.
La Secretaría de Seguridad se convirtió en un fortín para autoprotegerse y evitar pasar por la guillotina. La creación de la Comisión de Reforma a la Seguridad Pública y la Dirección de Investigación y Evaluación de la Carrera Policial fue el puntillazo final para darse cuenta que el camino no estaba sino por empeorar. La conformación de las mismas desde el Congreso las condiciona desde ese primigenio instante, les coarta la iniciativa y las limita en su liderazgo. Sus miembros, para agregar otro elemento en contra, representan una burocracia caduca, obsoleta, sin el crédito popular que se requiere para que sus resultados se obtengan. La primera estaba condenada al fracaso, además, desde la inclusión del señor Víctor Meza en la misma, pues sus credenciales -sin valorar siquiera su histórica indefinición (o contradicción) ideológica-, son justamente la de ser parte de esa burocracia atrofiada, inmóvil, de escritorio, opaca y oscura que tanto daño le ha causado al funcionamiento del Estado en Honduras. Por su parte, el señor Eduardo Villanueva, director de la DIECP, fue directamente deslegitimado por el Congreso Nacional al solicitar su separación, y su posición ha estado seriamente comprometida.
Es preciso que los gobernantes no pierdan el nexo permanente y fluido con su electorado pues, aunque se ha distorsionado en Honduras y otros lares, no son más que los mandatarios de la voluntad y deseo del mandante: el pueblo.
Escribimos recientemente sobre esta desconexión al hablar del caso brasileño, pero hay otros muchos. La nación quiere y exige nuevos -que no necesariamente jóvenes- liderazgos, frescos, con una dosis de compromiso moral y social elevada, independientemente del partido político al que todos tenemos el derecho de pertenecer. La renovación de las fuerzas políticas, absolutamente desacreditadas, no pasa por una simple rotación de cargos.
Es precisa una renovación general y masiva de cuadros que cuenten con el apoyo mayoritario y estable de la sociedad.
Lobo tuvo que haber entendido que un índice en el país de muertes violentas de 86 por cada cien mil habitantes -la media en América Latina ronda los 27 y en el planeta no llega a 10-, era síntoma de que algo no estaba haciendo bien.
El hastío de sentirse en peligro por escribir artículos como el que hoy presentamos, o expresar su pensar frente a una pantalla o un micrófono, ha tocado fondo. No creo que la familia hondureña tenga que seguir desangrándose -como le acaba de suceder a la familia de mi buen amigo Aníbal Barrow h.- hasta colapsar.
Merecemos y exigimos una sociedad en paz.