Un cable noticioso desde Brasil informa que en la megalópolis de Sao Paulo -“La Nueva York de Sudamérica”-, una pareja de indigentes que sobrevive debajo de un puente encontró una bolsa conteniendo diez mil dólares. Lejos de apropiarse de ella -y vaya que ese dinero les hubiera permitido superar temporalmente muchas penurias-, optaron por devolverla a la Policía.
Y justificaron su acto de honestidad con estas palabras, dignas de un caballero a carta cabal: “Mi madre me enseñó que no debo robar y que si veo a alguien robando debo avisar a la policía” (Diario EL HERALDO, 10/VII/2012, pág. 36).
¿Será recompensado su vertical comportamiento? ¿Habrá alguna empresa que le ofrezca empleo que le permita eventualmente construir una vivienda? No lo sabemos.
Pero, independientemente de si su gesto de dignidad es premiado o no, ya ha obtenido el mejor y más duradero premio: la satisfacción del deber cumplido, de haber actuado en consonancia con su imperativo ético, inculcado en la niñez por su progenitora.
Este hombre marginal, excluido por una de las sociedades con mayores desigualdades de ingreso en el mundo, este ser humano anónimo que subsiste en la miseria material, nos da una lección a la vez conmovedora y trascendente del bien actuar, del transitar por la vida de manera honorable y consecuente, más allá de las privaciones de todo tipo que marcan su existir.
Es cierto que bajo el mandatario Lula millones de sus compatriotas lograron salir de la pobreza para posicionarse dentro de los estratos de clase media baja. Pero es oportuno recordar que la movilidad social puede ser tanto ascendente como descendente, por lo que la ubicación en determinada clase nunca es permanente, ya que una combinación de factores pueden determinar el ascenso o el descenso en ingresos y en estatus.
En esa república sudamericana aún persiste la cuasi esclavitud en algunas haciendas y plantaciones del interior remoto, en tanto que los indígenas -los brasileños originales-, permanecen a la defensiva, en una lucha por demás desigual contra los que ambicionan sus tierras y sus aguas, sus bosques y sus minerales, defendiendo con arcos y flechas el empuje inexorable y feroz de ganaderos y latifundistas -los nuevos conquistadores-, que contratan sicarios para asesinar tanto a aborígenes como a ambientalistas.
Una visión equivocada del desarrollo atenta contra el equilibrio ecológico de la Amazonia como contra los históricos derechos ancestrales de los indios, política que eventualmente mostrará los límites del crecimiento no equilibrado ni equitativo.
Retornando al tema central de este artículo, un aplauso para esa pareja de vagabundos, por su inolvidable actuar ético. Que sirva de ejemplo y lección para el resto de sus compatriotas y para la Humanidad toda.