Opinión

De los mercados libertinos

En los debates sobre economía se dice con frecuencia que las izquierdas privilegian la ideología sobre las realidades prácticas; que estas demandan decisiones pragmáticas, no ilusiones políticas.

Hay razón en ese argumento. Una causa decisiva en la caída de la Unión Soviética (URSS) fue la inviabilidad de su sistema económico, controlado por el Partido Comunista con criterios ideológicos que, por ejemplo, optaron por la producción sobre la productividad, y crearon así una economía de riquezas aparentes, logradas con debilidades estructurales de largo plazo.

La productividad nace de la competencia que no ocurre más que en el mercado. Este es fuerza motriz para toda economía, de cualquier signo ideológico.

Pero ha ocurrido algo curioso. El mismo argumento es hoy aplicable a las economías que convierten en libertinaje las necesarias libertades del mercado.

Este, neutral formador de los precios, señala con estos los rumbos para la inversión. Pero es mal distribuidor de la riqueza, porque la concentra si se le deja solo, invalidando de paso la competencia y la eficiencia económica.

En la URSS, las teorías del Partido eran auto de fe; en las teorías neoliberales, al mercado se le asigna un poder misterioso, que arregla por sí solo precios, inversión, empleo, riqueza, con la sola ausencia de toda acción regulatoria.

Ambas son visiones casi religiosas de hechos particulares que demandan soluciones concretas.

Algo parece indicar que las economías capitalistas debieran aprender del error soviético.

En la economía no hay verdades eternas con las que cobijarse cuando llegan los problemas. No hay espacio para la fe, sea en el Partido, sea en el mercado.

Y es en este donde confluyen esas peculiares similitudes entre los dos más grandes y más dispares modelos económicos.
Pero el origen de la cuestión no está en la teoría económica, sino en la ética, como plantea Adam Smith en su obra de 1776, “La riqueza de las naciones”.

Smith no era economista. Sus áreas de actividad académica eran la lógica, la retórica, la jurisprudencia y la filosofía moral.

“La riqueza de las naciones”, mucho más citada que leída por los feligreses del mercado, no fue escrita para gente de negocios, sino para encausar las decisiones de los políticos hacia el bien común.

El ser humano es egoísta y codicioso por naturaleza, razonaba Smith, pero es posible lograr que los empresarios enriquezcan a otros en el proceso de hacerlo ellos.

Jerry Muller (The Mind and the Market, Catholic University of America, 2002), resume así la idea de Smith: “Él creía que el interés público sería mejor servido si cada hombre canalizara su propio interés mediante el mercado”.

De manera que Smith, el filósofo moral más importante de su época, no busca un mercado independiente de la sociedad, sino uno en que el egoísmo individual tenga tal dirección, que promueva el interés de otros mientras logra el suyo propio.

Smith no propone debilitar ni controlar el mercado. Tampoco recomienda dejarlo al albedrío de la codicia, sino orientarlo para que beneficie a todos.

Solicita que el comercio exterior tenga la misma atención que el interior, para que su idea se aplique también a los negocios entre naciones.
Cuando la URSS eliminó el mercado, provocó el colapso del experimento socialista.

Cuando EUA y Europa dejaron en libertad total a los mercados financieros, provocaron la crisis actual, que tiene al borde del colapso al sistema económico global.

Economistas, políticos, gobiernos, buscan desesperados una fórmula para ordenar la economía mundial.

Buscan donde no encontrarán, pues el origen del caos lo provoca el consumismo globalizado.

Comprar cada vez más de lo que se necesita cada vez menos es hoy una adicción que se adquiere en la niñez, contra la que poco pueden hacer los programas de ajuste económico.

La presión del mercado libertino, que antepone las cosas a las personas, está cosificando a la humanidad.

No es, pues, solo un asunto de políticas económicas. Smith advirtió que la codicia domina el mercado, y propuso un camino mundial para reorientarla. Ese es su profundo mensaje, más relevante hoy que en 1776.