Columnistas

Santas burradas

Mi padre decidió que pasáramos Semana Santa en San Marcos de Santa Bárbara, pueblo de mi madre, por lo que desde los calores iniciales de marzo empezaron los preparativos: colchonetas, timba de agua, comestibles en lata, fósforos y velas (raras casas disponían de energía eléctrica), dioxogen (agua oxigenada), frasquito de yodo, Mejoral contra calenturas, y la mamá, lógico, su equipo culinario: ollas, freideras, bolsa de colar café, mosquiteros, su ayudanta Saturnina (zapurruca salvadoreña muy fiel), cubiertos, vasos, una ancha canasta de etcéteras. Era 1957, en mis 13 años.

Y entonces vino el horror, máquina que muele sueños infantiles. Hasta el martes todo fue placer, día entero en el río con los primos, pero al miércoles entró la Inquisición, sus vedas y prohibiciones. Apagaron el fuego en las hornillas ya que cocinar era reto al Señor; eliminaron la carne del menú, carne de Cristo, desenchufaron la rockola en la cantina, silencio conventual sin rancheras, telas moradas cubrieron a los santos del altar. Faltaba lo peor.

Al jueves nos vetaron hablar en voz alta, correr, jugar, cantar, gritar, escupir, decir puta y gruesas palabras, y tanto más insólito, bañarnos, vernos a los espejos (que fueron envueltos en mantas), el Hijo Divino estaba por morir.

Luego nos llevaron a la iglesia a confesar pecados, pecados de púberes como que le vi el calzón a la nana y no aparté la vista (gracias al cielo esa piel de afrodita fue grata y no la varonil) o haber tenido pensamientos malos… Inocentes niños, ángeles de la virgen, qué carajo de ideas malas íbamos a tener sino aprendizajes, descubrimientos humanos, esfuerzos por comprender el mundo.

El cura, tras la amenazante rejilla del confesionario, no pensaba así, para él no había diferencia sino entes perversos nacidos del pecado original, cundidos de faltas veniales y mortales, transgresores de las siete virtudes capitales, inquilinos futuros del purgatorio o el infierno (los niños sin bautizo iban a un neutro sitio celestial llamado limbo, hasta el retorno del Salvador), cuánta sarta de horrores y torpes inventos nos educaron entonces hasta amargarnos la existencia.

Faltaba más. Quedaban prohibidos escotes y faldas cortas y las mujeres escondían el cabello bajo chalinas y mantillas; cual musulmanas; los aldeanos divisaban luces por la noche, fuegos fatuos, y aseguraban ver pasar al Judío Errante, torcido y barbón, y a Judas Iscariote, de quien preparaban ya un pichingo para cremarlo el sábado santo entre gritos de ¡mueran los hebreos, traidores del Redentor!, abundaban las mentes confusas.

De Judas se divulgaba a viva voz un testamento humorístico en que se denunciaba incidentes y picardías del pueblo y que era la sensación profana del momento. Pero ocurría algo más grave y que era la clave del arco: la presencia de Satanás. El predicador insistía desde el púlpito que nos buscaba el demonio y que debíamos resistir la [deliciosa] tentación del deseo ya que el infierno se atiborraba con adúlteros, masturbadores y fornicadores ganados por Luzbel.

Durante Semana Santa el matrimonio temía amarse, podían nacer fetos brutos o malformados. Y a tal grado era aquella obsesiva insistencia que se acababa considerando al diablo más importante que dios pues le competía y lo desafiaba, cual otro poder o potencia par.

Teorías estas de lucha cósmica entre el bien y el mal adquiridas del zoroastrismo, la más grande religión antigua.

¿Por qué recuerdo esto hoy lunes? Porque de cuando en cuando hago recuento de las estupideces de que me he librado gracias a la lectura disciplinada, el estudio y la meditación.